El «Primer Círculo», la antisecta punk
/El poeta y ensayista Heinrich Heine, en un artículo publicado en abril de 1844, fue el primero en describir los efectos que producía la música del compositor austro-húngaro Frank Liszt. En medio de sus actuaciones, sus seguidores perdían el control. Observaban con adoración sus manos y el movimiento de todo su cuerpo, sofocando los gritos y, al terminar, muchos se dirigían hacia su ídolo para obtener unas palabras suyas o, mejor aún, arrancar las cuerdas de su piano como trofeo y amuleto. Fue el inicio del salvajismo en la música contemporánea y de la «Lisztomanía», la primera gran fiebre del pop antes del pop y que hundía sus raíces en la «Fiebre de Werther», que produjo una oleada de suicidios por imitación del protagonista de Las penas del joven Werther de Goethe, publicado en 1774. Liszt disfrutó de una vida turbulenta que incluyó enamoramientos e intentos de suicidio que, sobre todo, fueron llamadas de atención. Los fans debían imitarlo e incluso superar a su héroe. El fenómeno, siglos más tarde, continuaría con la apoteosis suicida que siguió a la muerte del actor Rodolfo Valentino. Sus fans caían junto a sus fotos, en posturas sensuales, en muertes pretendidamente románticas e impecablemente relatadas.
Hasta los sesenta del siglo pasado, con toda la carga de ensoñación y aparente bondad de sus artistas y movimientos culturales alrededor de estos, la muerte en el pop, aunque seguía siendo trágica, no había contado con el protagonismo de sus fans. Porque los setenta marcaron un antes y un después, un punto muerto que terminó por mostrar su rostro más violento con la anunciada muerte de Sid Vicious (febrero de 1979) y los sucesos con los que comenzaría la década: Darby Crash, cantante y líder de The Germs, John Lennon y, escasos meses después, el suicidio de Ian Curtis de Joy Division (mayo de 1980)
El suicidio de Darby, en compañía de su amiga, seguidora y amante Casey Cola, pasó casi desapercibido en la prensa, eclipsado por otra gran muerte, posiblemente la más importante del pop, al menos por las circunstancias que la rodearon, como fue el asesinato de John Lennon a manos de Mark David Chapman, un fanático de The Beatles resentido con su ídolo, producto de la depresión de los setenta y que, ante el jurado, dejó para el recuerdo una frase memorable: «Puse el definitivo clavo al ataúd de los sesenta», algo que también proclamaron John Lydon y Charles Manson casi con las mismas palabras. La diferencia entre la muerte de Darby y de Lennon fue de apenas unas horas. El primero falleció en la madrugada del 7 de diciembre de 1980, aunque Casey se lo encontró ya sin vida a causa de la heroína nada más amanecer; Lennon, por su parte, cayó abatido antes de la medianoche de ese mismo día.
El cantante, que entonces solamente tenía 22 años, había pactado con Casey un suicidio que, no obstante, esta no cumplió, porque quizás no pensaba que fuese a suceder realmente, o porque todo formaba parte de un juego que él se tomaba muy en serio. Costaba creerlo, pero cuando la ambulancia se personó en la casa de Casey, los médicos solamente pudieron certificar su muerte, mientras en Los Ángeles la numerosa escena punk comenzaba a asimilar la noticia de la muerte de uno de sus grandes iconos, alguien controvertido y oscuro, inteligente y, al mismo tiempo, complicado de tratar, que había logrado crear a su alrededor un grupo de fieles, mayoritariamente chicas, atraídos por su música y letras, su actitud agresiva gracias a una intensa personalidad nihilista, inestable y cargada de mensajes. Fueron conocidos y, en ocasiones, se autonombraron como el «Primer Círculo», la antisecta punk.
Aquel final fue el mejor de los epitafios para él y su banda, Germs, creadora de un solo disco largo aunque absolutamente perfecto, GI (1979) que alimentaba el misterio en torno al cantante y su culto. Mientras en varias radios de la ciudad se intercalaban sus canciones con las de Lennon (alguno de sus fans paseó brazaletes negros en señal de duelo), en una extraña combinación aparentemente contradictoria pero que ahora adquiría una extraña y oscura conexión (el antagonismo social y político originado por la llegada al poder de Ronald Reagan, que coincidió con la emergencia del hardcore americano y el retorno del fanatismo extremo en el pop, que ahora incluía disparos y suicidios), el mito se forjaba a marchas forzadas.
Aquellos que lo conocieron, como muchas de las bandas punks angelinas o la comunidad en torno a Slash, el legendario fanzine pionero en retratar la escena punk de la ciudad, coinciden en su personalidad y carisma. También en su interés por la filosofía y la cultura extrema. Públicamente afirmó que era el nuevo mesías e incluso, ante la sorpresa de todos, que debía ser considerado como un fascista, aunque este tipo de declaraciones, al igual que muchas otras, no debían ser tomadas al pie de la letra. Costaba distinguir la provocación, la estrategia dialéctica, de una verdad. O quizás sí, quizás todo debía ser aceptado, repetido una y otra vez, creído, porque formaba parte de aquel, su universo, que incluía a personajes como Charles Manson, Nietzsche o toda clase de sectas y cultos minoritarios.
Los Ángeles, a comienzos de los setenta, se convirtió en un gran laboratorio de ideas educativas y sociales. Ya era una ciudad violenta. Había ardido en las revueltas, en los motines durante los largos y cálidos veranos, contaba con grandes bolsa de pobreza, grupos armados, secuestros y bandas. Siendo un adolescente, tanto él como Georg Ruthenberg, futuro guitarrista de su banda y más conocido Pat Smear, formaron parte de un programa educativo experimental en la University High School, al oeste de la ciudad, inspirado en la Cienciología y las terapias new age —los delirios del final de la era hippy junto a la confusa ideología californiana— que recibía el nombre de IPS (Innovative Program School). Tanto él como Georg, sin tener ni tan siquiera la mayoría de edad, comenzando a descubrir el rock and roll de la mano del glitter y cantantes como David Bowie, mientras consumían speed y LSD, y fueron destinados a campamentos de trabajo en los que se utilizaban psicoterapias alternativas. No fueron voluntariamente.
Algunos otros futuros miembros de la comunidad punk, como Paul Roessler y muchos más, también participaron en estos experimentos, que incluían técnicas de control mental y manipulación. Los sesenta habían alumbrado un sueño que debía ser ante todo colectivo. La individualidad parecía estar penada y prohibida. Nadie vio el daño que podían generar estas terapias. Darby, no obstante, añadía a las clases y talleres un estado de permanente drogadicción que lo volvía inestable e intratable para profesores y compañeros.
Aquella experiencia duró casi dos años. Al cumplir los dieciocho, ya metido en el punk, que entonces (1976) comenzaba a florecer en Los Ángeles, decidió fundar su primera parareligión, que llamó «Inter Planetary School», y que la mayoría se tomó a broma. Mientras tanto, Darby había cambiado. Heroína, speed, lecturas de Nietzsche (Así habló Zaratrusta), Adolf Hitler (Mein Kampf), biografías de criminales como el clásico de Vincent Bugliosi y Curt Gentry Helter Skelter, sobre Charles Manson y su culto de la muerte, publicado unos años antes y ya convertido en un best seller devorado por los punks angelinos.
O los textos del historiador Oswald Spengler, que se convertirá en un personaje fundamental para Darby Crash y sus Germs. La filosofía que Spengler reflejó en su clásico La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la historia universal, y que Darby creyó al pie de la letra, vaticinaba un colapso civilizatorio que llevaría al final de una era (The Decline of Western Civilization, el célebre documental sobre la escena hardcore angelina en donde participa el propio Darby, rinde tributo a esta oscura herencia). Spengler, con la llegada de la República de Weimar, en cuyo seno florecieron movimientos de sexualidad libre, naturalismo y ocultismo, defendió el totalitarismo e influenció a los futuros nazis. Tanto él como el ocultista y antropósofo Rudolf Steiner, fueron los elegidos por la hermana de Nietzsche, una declarada antisemita, para gestionar y organizar el ingente archivo del filósofo. Spengler defendía extrañas teorías. Consideraba la historia cultural casi como un ente orgánico dotado de vida sobre el cual se podían incluso pronosticar sus cambios y evoluciones, muertes y renacimientos. Así, describió la evolución humana como distintos ciclos o círculos históricos que incluían cuatro etapas / círculos: Juventud, Crecimiento, Florecimiento y Decadencia.
Darby, deslumbrado por el escritor, ya tenía símbolo para su grupo. Un círculo perfecto, el primero, blanco o azul acompañado de un fondo negro, aunque también era una imagen que recordaba al círculo que dejaba un cigarro al quemar una superficie, como papel o la misma piel, y que convirtió en una especie de ritual o prueba a la que sometía a sus amigos y a todo aquel que deseaba formar parte del Círculo Primero.
Aquella mezcla ideológica fue creando una cosmogonía que mezclaba ideas apocalípticas con supremacismo y la crítica a la religión organizada. Alice Bag, activista punk e integrante de The Bags, una de las bandas pioneras de aquellos años, era su íntima amiga. Al igual que él, estaba interesada en la filosofía, sobre todo en el existencialismo. Junto a él compartió largas conversaciones sobre estos y otros tantos temas, como la figura de Hitler: «Al igual que discrepábamos en algunos puntos, también teníamos intereses comunes —confesó en su blog—. Siempre veíamos las cosas desde posturas distintas. Uno de estos intereses era Adolf Hitler y la propaganda del Tercer Reich. Había leído el libro de Alan Bullock Hitler: A study in tyranny [...]. Darby estaba impresionado por Hitler y lo consideraba un gran líder. Yo objetaba que vaya líder, porque había conducido a sus seguidores a la destrucción y la decadencia moral. Darby no pensaba que un líder tuviera responsabilidad moral alguna sobre sus seguidores».
No estaba solo, o eso creía. Desde los primeros setenta, David Bowie, el primero de sus ídolos, había realizado varias declaraciones acerca del nazismo y la fascinación que le producía, transmutándose en un alter ego, Ziggy Stardust, que continuamente fantaseaba con la imaginería filonazi. Poco a poco sus declaraciones, que aparecen diseminadas en numerosos fanzines, se reafirmaban en la idea del totalitarismo. En el fanzine Upsetter, por ejemplo, declaró que «Somos fascistas [...] El líder ideal debería ser yo».
La banda empezó a hacerse un nombre, una mezcla de furia y violencia, en Los Ángeles y toda la costa oeste. Darby salía a escena enloquecido y, en ocasiones, se golpeaba. Sus shows, cortos y presididos por su frenética presencia de animal acorralado que se movía de un lado a otro mientras lucía con frecuencia un brazalete con el símbolo de su culto, acababan a veces abruptos. Mientras tanto, sus seguidores, un grupo de antiguos compañeros de los tiempos del IPS y nuevos fans recién llegados, lo consideraban su mentor. Él alentaba esa fascinación. «Controlo las vidas de muchas personas», confesó. Se creía su propio y supuesto poder para que le sirvieran porque, al fin y al cabo, se sentía un cruzado.
Nicole Panter, quien fuese manager de la banda, describe la actitud permanente de Darby: «Usaba a la gente para que hiciese cosas, solamente porque a él le daba la gana. Le gustaba ordenarle a una chica que le diera su brazalete y entonces se lo entregaba a otra. Solía decir: “Dame esa chapa”, “Dame esa camiseta”, “Dame una cerveza”, y cinco chicas de Beverly Hills corrían a hacerlo». Alice Bag recuerda la espiral de tensión y locura en que vivían Darby y el Círculo Primero: «El tiempo pasaba y me ponía de los nervios su cada vez mayor preocupación por el control y la manipulación. No aceptaba su invitación a ser quemada y recibir una quemadura de Germs, y le amenazaba con patearle el culo si intentaba quemarme con su cigarro», confesó.
Germs se volvían cada vez más célebres y Darby cruzó el charco para visitar Inglaterra, donde por entonces emergía una escena hardcore y oi! que conectaba con la violencia cada vez más rápida de su banda. También con algunas de sus ideas. Allí conoció a varias de las celebridades punks como Jordan, el icono de la imagen de la tienda Sex y del mismo Malcolm McLaren. Tras obsesionarse con Adam & The Ants y su tribalismo, una banda que durante un tiempo fue presentada como el grupo definitivo, le pidió a Jordan que le rapase la cabeza y le dejase una cresta, como hacía Stuart Goddard bajo el pseudónimo de Adam Ant. Nada más regresar, se paseó orgulloso por la ciudad. Su círculo lo idolatró aún más, aunque otros, como Claude Bessy, uno de los fundadores de Slash, lo viera de otra manera: «Era guay hasta que fue a Inglaterra, pero al regresar parecía un jodido idiota. Tenía una maldita cresta mohicana».
Su obsesión por la muerte aumentó. Lo mismo que el consumo de heroína. Si no tenía drogas, su círculo se movilizaba para conseguírselas. El camino que seguiría parecía ser un secreto a voces, siempre más al límite y escurridizo, rodeando sus frases de misterio y siempre en compañía de sus files bajo el símbolo del círculo. Advertía de cambios que estaban por llegar, dejando aquí y allí ambiguas declaraciones que hablaban de violencia y del final.
Su vida y su muerte parecían dirigidas a reforzar su mito, a dejar un legado imborrable, como si cada paso estuviese calculado. El disco más o menos «oficial» que se publicó tras su muerte (un ruidoso concierto en el Whisky a Go Go, el primero de la banda), fue titulado Germicide. El Círculo se cerraba. Sus pocos integrantes se fueron diseminando. Algunos montaron bandas. Otros, simplemente, desaparecieron. Décadas más tarde, cuando se les pregunta por todo aquello, algunos de sus viejos miembros aún recuerdan su figura y sus ideas con un sentimiento de dulce nostalgia, describiendo emocionados los años en que brilló un heraldo punk en Los Ángeles, el último mohicano.
El mito se alimenta de más mito. Hay quien asegura que, en la pared junto a la cama en que apareció muerto, escribió: «Aquí yace Darby Crash», aunque es difícil saberlo, porque todo en él es secreto.