El infierno de los suicidas y el pecado de los románticos
/«De todas las pérdidas que, en los años de una existencia borrascosa, nos ha hecho experimentar la mano de la muerte, ninguna, lo juramos, ha obrado en nosotros una sensación más profunda y terrible que la de nuestro amigo D. Mariano José de Larra». Se leía en el Diario Nacional, tres días después del suicidio del último romántico español. El artículo describe el cortejo fúnebre, las últimas palabras de sus amigos frente a la tumba, como su inseparable José Zorrilla, que entonó un poema en su nombre y en los sucesivos días defendió a capa y espada el nombre y honor de su colega.
Y luego… reflexiones sobre el suicidio y todo lo que tiene de carga religiosa y filosófica. Rápidamente, desde que se supo la manera en la que falleció, se inició una vasta campaña por parte de un amplio sector de la prensa por criminalizarlo, calificándolo de «delincuente»: «El poeta don Mariano José de Larra, conocido del público con el nombre de “Fígaro” —afirmó El Mata-moscas en su edición del 19 de febrero—, tuvo la humorada la noche del 15 del actual de saltarse los sesos de un pistolelazo. Los títulos de aprecio que hasta entonces había merecido a sus conciudadanos como escritor público de un mérito más que regular han sido deslustrados de un solo golpe al cometer un crimen, acaso el más contrario a la sana moral y de un ejemplo perniocisísimo, cuyo recuerdo debe excitar un justo horror al delito, al paso que mueve a compadecer al desgraciado delincuente». Escribían así el epitafio del «desgraciado Fígaro».
Había sucedido el 13 de febrero de 1837, cuando se quitó la vida en su madrileña y céntrica casa de la calle Santa Clara disparándose un tiro en la sien. Poco antes había sido visitado por su amante, quien le comunicó que no podían seguir manteniendo su relación. El poeta llevaba cortejándola y escribiéndole cartas de amor desde tiempo atrás, correspondencia que le devolvió en aquel momento. Su hija, una niña, cuando fue a darle las buenas noches, encontró su cadáver en la cama.
Se escribió y habló tanto del asunto que el 27 de febrero el Diario Nacional recibió una carta, que se apresuró a publicar, en la que alguien suplicaba que «a cuantos hayan tratado la cuestión (la del suicidio de don Mariano José de Larra) que no la agiten mas por ser muy resbaladiza para quien ha bajado a la mansión del silencio y dice que solo quien viva sin pecado le arrojé la primera piedra». Larra y su acto, calificado de «pecaminoso» y «aberrante» por muchos, polarizaron la vida intelectual española.
España estaba dividida. El «pecaminoso» escritor era a sus ojos un delincuente, un degenerado, un loco. La Iglesia, en todo momento, quiso intentar que Larra fuese enterrado como lo hacían los criminales, lejos del camposanto. Sin embargo, elementos influyentes del gobierno liberal presionaron y finalmente esta accedió a que se le diera sepultura inicialmente en el cementerio del Norte.
En mayo de 1902 los restos de Larra fueron trasladados a la madrileña Sacramental de San Justo, San Millán y Santa Cruz. Quizás por esta razón la actual estatua de Larra esté mirando precisamente a la catedral de la Almudena, como una especie de reconciliación póstuma de este con la Iglesia, aún sin su consentimiento. En la actualidad la pistola del suicidio se guarda en el Museo Romántico de Madrid.