El antimilitarista que mejor describió el horror de la guerra
/Los cuadernos del tonelero y antimilitarista Louis Barthas son un testimonio descarnado de la guerra en primera persona. Escribió decenas de ellos y fueron descubiertos décadas más tarde
Esta que se ve aquí es una de esas postales que son muy ambicionadas por todos aquellos que se dedican a coleccionar rarezas entre estos objetos, especialmente si son aficionados a la Primera Guerra Mundial. El motivo hay que buscarlo en una de las personas que aparecen en ella y que, por cosas de la casualidad, se convirtió, pasados los años y después de muerto, en un personaje fundamental para conocer la historia de aquel conflicto, de los llamados poilus que combatieron en él, y de la militancia pacifista en medio del fragor de las trincheras.
Está entre los que miraban de frente al fotógrafo aquel día indefinido, en el que la presencia de dos carros detenidos a la izquierda de la imagen junto a un grupo de toneles, y el mandil que lleva uno de ellos, nos hace suponer que todos detuvieron su actividad para estar presentes en esa primera carta postal que se iba a hacer de la plaza del pueblo. Todo un acontecimiento seguramente. He aludido a los toneles, pues podrían pertenecer seguramente a la segunda persona que está a la izquierda del grupo que se ve en primer plano: el que desde la distancia parece verse calado con una boina, bigote, abrigo y las manos en el bolsillo.
Su nombre: Louis Barthas, y era el tonelero del pueblo. En 1914 tenía 35 años, una esposa y dos hijos. Era militante socialista y un convencido antimilitarista. Fue llamado a filas y le tocó en suerte combatir en algunas de las más feroces batallas de la guerra: Artois, Verdún, Somme... Uno de esos regalos que hacen las patrias a sus súbditos… En el frente, Barthas tomó nota en cualquier tipo de papel que tuviera a mano de todo lo que vio y sintió, cosiendo unas a otras las hojas a las que echaba mano. Y estos apuntes los hizo de una manera cruda, sin edulcorar: habla de la vida cotidiana de un soldado en las trincheras, de lo horrible que era todo aquello, de la muerte implacable y aleatoria, del fuego cruzado de las ametralladoras y los bombardeos de artillería, de cielos grises y zanjas inundadas de aguas residuales, de ratas, parásitos y piojos y, sobre todo, de amigos que se van con la muerte o perdiendo el sentido.
«A menudo pienso en los numerosos camaradas que murieron a mi lado. Escuché sus imprecaciones contra la guerra y sus autores, la revuelta de todo su ser contra su funesta suerte, contra su asesinato. Y yo sobreviviente, me siento inspirado por su voluntad en lucha sin tregua ni piedad, hasta mi último aliento, por el ideal de paz y fraternidad humana».
De vuelta a casa, compró en su pueblo unos cuadernos de los que empleaban los escolares para hacer sus tareas, y comenzó a dar forma y pasar a limpio todas las notas que había tomado durante la guerra, acompañando los textos de fotografías, postales e ilustraciones que había ido recopilando en el frente. En el resultado demuestra tener una capacidad de observación, una perspicacia, y una habilidad para transmitir emociones, incluyendo el humor en circunstancias tan extremas, que no hacen sino revelar que el bueno del tonelero de la postal de Peyrac-Minervois tenía un increíble talento para la escritura.
Al no ser alguien de relevancia pública, los manuscritos de Barthas permanecieron olvidados en un cajón, hasta que veintiséis años después de su muerte, en 1978, el editor François Maspero decidió publicar sus cuadernos tras haberlos recibido de mano de un grupo de amigos de la familia. El éxito fue inmediato y su impacto más que notable: vendió más de 100.000 copias de su primera edición, y pronto fue traducido a diferentes idiomas. Una difusión que seguramente no imaginaba Barthas.
Al iniciar la lectura de sus cuadernos, parece como si su autor quisiera llevarnos de vuelta con la memoria a la imagen que nos mostraba tan preciada postal, y que ahora parece que descubrimos como una recreación del inicio de aquel inmenso drama:
«Una tarde calurosa de agosto, las calles del pueblo estaban casi desiertas. De repente se escuchó el redoblar de un tambor: sin duda era la llamada de algún mercader foráneo que se estaba instalando en la plaza, o quizá acróbatas que anunciaban su representación para la noche…».