John Dos Passos caminando hasta Toledo


 En 1916 el escritor visitó un Madrid goyesco y bohemio, conoció a Juan Ramón Jiménez y a Valle-Inclán con sus «barbas de chivo» y quiso ir andando desde la Plaza Mayor hasta Toledo

 

Al principio, para aquel grupo de amigos, era posible. La calle Toledo, como parecía indicar su nombre, les llevaría directamente a la siempre hermosa y legendaria Toledo. El escritor John Dos Passos, entonces un joven que soñaba con conocer mundo y vivir toda clase de aventuras, en compañía de Roly y Downes, desafiando toda clase de sentido común, decidió emprender el viaje. Comenzar a los pies de la Plaza Mayor y alcanzar El Alcázar. «Pasamos bajo los soportales de la calle Toledo, cruzamos la Puerta y avanzamos por la blanca carretera —narra Dos Passos en sus memorias tituladas Años inolvidables—. El camino estaba animado con el sonido de los carros, tirados cada uno por tres, cuatro o hasta cinco recias mulas. Siempre, precediéndolas, iba un borriquillo trotando con pasos menudos. Hablamos con los arrieros. Nos dieron a beber con sus botas. No estamos en el presente, nos decíamos el uno al otro, estamos en la España de Don Quijote y de Sancho Panza».

Tostador de café en la calle Toledo, alrededor de 1925. Fotografía: Sánchez Portela

Tostador de café en la calle Toledo, alrededor de 1925. Fotografía: Sánchez Portela

SOÑANDO CON LA GUERRA

Corría el invierno de 1916. Europa vivía una devastadora guerra. España, mientras tanto, se dividía entre germanófilos y afrancesados. Dos Passos, que por supuesto se cuenta entre los segundos, ha cumplido su sueño de ver mundo, y quizás, si le sonríe la suerte, llegar hasta Francia y enrolarse como voluntario para defender el continente de los boches y el «salvajismo». Su padre, intentado disuadir a su hijo de su ardor guerrero (había intentado, sin éxito debido a su juventud, ingresar en el Socorro Belga), le ofreció visitar la «tranquila» España para aprender español en el Centro de Estudios Históricos y, al mismo tiempo, asistir a los cursos preparatorios para la escuela de arquitectura, algo que no haría.

John Dos Passos en la época en que realizó su primer viaje a España

John Dos Passos en la época en que realizó su primer viaje a España

«A las tres o cosa así, se sentaba uno a tomar café y anís en el Gato Negro, donde los camareros tienen aire de ministros y no pierden palabra de las discusiones»

Estuvo en nuestro país apenas tres meses (de noviembre de 1916 a enero de 1917). En Madrid, a la espera de una plaza en la Residencia de Estudiantes, se hospedó en la pensión Boston, muy cerca de la Puerta del Sol, aunque puede que se trate de un error involuntario. Escribió aquellos pasajes medio siglo después (se publicaron en 1966). Seguramente sería otra pensión, también con nombre de ciudad, la pensión Londres, en una esquina de la calle Arenal. Lo que vivió y vio lo dejó escrito en ese muy posterior libro, pero en Rocinante vuelve al camino (1922), rememorando aquellos tiempos, dice lo siguiente de nuestro estilo de vida en el Madrid de entreguerras: «A eso de las once o las doce se levantaba uno, tomaba una taza de chocolate espeso, paseaba por la Castellana, bajo los castaños, o entraba unos momentos en el despacho de un teatro. A las dos, a almorzar. A las tres o cosa así, se sentaba uno a tomar café y anís en el Gato Negro, donde los camareros tienen aire de ministros y no pierden palabra de las discusiones, un tanto lánguidas, sobre arte y letras que matan las horas de la siesta. Luego, cerca de las cinco, se mete uno en una sección de vermut, si hay por caso algún estreno, o a tomar el té en algún sitio del nuevo y afrancesado barrio de Salamanca. La cena se hace alrededor de las nueve; de allí se va uno derechito al teatro para ver cómo marcha la función de noche. A la una culmina el día en la famosa tertulia del Lisboa, donde todo el mundo se encuentra y arguye y disputa y oye epigramas en las mesas abarrotadas de vasos de café, entre espirales de humo y pitillos».

 BAROJA, MANRIQUE Y LAS «BARBAS DE CHIVO» DE DON RAMÓN

Valle-Inclán, en el centro, y otros tertulianos en el Nuevo Café de Levante

Valle-Inclán, en el centro, y otros tertulianos en el Nuevo Café de Levante

«Lee a Pío Baroja o los versos de Manrique, que siempre lleva en el bolsillo de su chaqueta, apura las noches tomando ajenjo y discute en tertulias a las que acude y ve, impresionado, a Ramón del Valle-Inclán»

Toledo queda muy lejos, pero hace una noche maravillosa. Caminan mirando las laderas castellanas, oyendo los ladridos de los perros. Ya cantan los gallos, pero ellos aún apenas están en Torrejón de Ardoz. Tienen los pies destrozados. Exhaustos, ya amaneciendo, deciden que la aventura tiene que terminar y, tras tomar el tren, regresan a la capital, que para él «era todavía la ciudad que pintara Goya». Lee a Pío Baroja o los versos de Manrique, que siempre lleva en el bolsillo de su chaqueta, apura las noches tomando ajenjo, la bebida de la bohemia, y discute en tertulias a las que acude y ve, impresionado, a Ramón del Valle-Inclán como si fuese un mesías loco, con sus barbas y todo él excesivo: «A pesar de mi enorme timidez, fui a tomar el té con Juan Ramón Jiménez, que ya entonces parecía sacado de un cuadro de El Greco, y me presentaron al formidable Valle-Inclán de barbas de chivo a las tres de la mañana en un café lleno de corrientes de aire», confiesa. Aquel formidable encuentro entre Dos Passos y Valle tuvo lugar, posiblemente, en el café y horchatería Candelas, situado en la esquina del edificio de La Equitativa, en la calle Alcalá. Sin embargo, aunque no aportó nombre alguno, puede que se tratase del Nuevo Café de Levante, donde también era asiduo Valle en una conocida tertulia que lideraba junto a Ricardo Baroja. El cenáculo literario estaba a unos pocos pasos de su pensión. Valle, que era de los más firmes partidarios de Francia (llegó a marchar a la línea del frente y escribir una crónica de esa impactante experiencia), en aquel café, junto a Dos Passos, que lo miraba impresionado, pillando palabras al vuelo (el español se le resistía mucho), da rienda suelta a su famosa oratoria y apasionamiento. Dos Passos contempló al gallego «cuyos ojos echaban llamas bajo hirsutas cejas grises, denunciar con amarga ironía mordaz lo que él llamaba la europeización de España. Lo que ellos llamaban progreso, dijo, era simplemente un remedo del estúpido comercialismo de la moderna Europa. Mejor no educar a las masas que darles una educación que convertía a los sanos labriegos en ladinos mercachifles de papel mascado; mejor una España despierta a la brutal y desalmada guerra comercial de la vida moderna...».

Pero la fatalidad cayó sobre el escritor. Un telegrama le pone en aviso de la precaria salud de su padre, que fallecerá en breve. Se marcha, pero lo hace para volver en un prolongado e intenso idilio entre él y aquella España bohemia, noble, esa que pintase Goya.