La resistencia del olvido

Una vez al año, los peritos del ayuntamiento peinan la raia que separa a Ourense de Portugal para certificar el estado de unas lindes cuyos orígenes permanecen difusos en la memoria de los pobladores de ambos márgenes del río Limia, al que las huestes romanas identificaron como “el río Olvido”. No en vano, cruzarlo suponía perder todos los recuerdos de su vida, la identidad misma y la memoria de sus ancestros.


Cuentan que el historiador y geógrafo griego Estrabón lo identificó con el mítico río Lete, uno de los cinco que desembocan en el Hades y que, cuando las tropas de Décimo Junio Bruto llegaron a la ribera, se negaron a poner un pie en el agua y tuvo que ser el propio general quien diese el primer paso para vadearlo. No muy lejos de allí, sumergidas bajo las aguas del embalse de Alto Lindoso, yacen las ruinas de piedra de varias aldeas expropiadas por una hidroeléctrica portuguesa, en aras del acuerdo firmado entre dos dictadores ya muertos.

No se trata de un caso aislado (en España hay aproximadamente unos 500 pueblos sumergidos) salvo por el hecho de que cada año, a finales de verano, los restos de la aldea afloran a la superficie. En época de sequía o cuando la demanda eléctrica se dispara, la empresa exprime tanto el pantano que los turistas incluso pueden visitarla como si se tratara de un yacimiento megalítico. A sus habitantes les pilló por sorpresa el llenado de la presa en 1992 y apenas tuvieron tiempo de salvar los muebles, desmontar la iglesia del siglo XVII y trasladar huesos y lápidas. Muchos aún conservan las llaves de sus viejas casas, a las que nunca podrán regresar.

MANUEL FRAGA, MINISTRO DURANTE EL FRANQUISMO Y PRESIDENTE DE LA XUNTA DE GALICIA, POSA JUNTO A JOSE LUIS BALTAR, POR AQUEL ENTONCES PRESIDENTE DE LA DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE OURENSE E INHABILITADO POR PREVARICACIÓN EN 2014, DE ESPALDAS AL EMBALSE DE LINDOSO. (CIRCA 1992).

En este país vivimos anegados de olvido, culpables por omisión

La iglesia de San Salvador de Manín fue símbolo de la resistencia de Aceredo. En su interior se encerraron un centenar de vecinos para evitar su traslado y presionar por mejores indemnizaciones. Abandonaron el recinto la misma noche que se cerraron las compuertas del embalse y el caudal inundó Buscalque. El poeta Xosé Luís Méndez Ferrín lamentaba décadas más tarde los agravios sufridos por el río Limia al que definió como «el mayor símbolo de nuestra alienación colectiva: de olvidarnos de nosotros mismos».

Como los músicos del Titanic, que no dejaron de tocar mientras el barco se hundía, los vecinos grabaron con sus cámaras domésticas todo el proceso para mantener a flote sus recuerdos. En las cintas caseras recuperadas para el documental Os días afogados (2017) asistimos a lo que una vez fue y nunca más será: las labores del campo, los bailes de agosto, imágenes del pueblo a la hora de la siesta. Dicen que la memoria se basa en lo que un testigo recuerda, mientras que la historia precisa de datos empíricos que ayuden a respaldar la visión de lo que allí ocurrió. Si es así, entonces, en este país, vivimos anegados de olvido, culpables por omisión.

FOTOGRAMA DEL DOCUMENTAL ‘RISING FROM THE TSUNAMI’ (Jérémy Perrin & Hélène Robert, 2019)

A menudo, los diques de contención no bastan ante una realidad que nos desborda. Tras el tsunami que devastó el litoral noreste Japón en 2011 y dejó más de 15.000 muertos, los espíritus de los desaparecidos regresaron. La playa de Usuiso se abrió al público seis años más tarde tras completarse las tareas de reconstrucción de las infraestructuras y la descontaminación radiactiva. Hasta entonces había permanecido cubierta por una enorme lona, ​​como un cadáver, mientras una plaga de medusas translúcidas recalaba en sus costas y se apoderaba del imaginario colectivo. Aún hoy los bañistas se muestran reacios a chapotear cerca de las almas errantes que arrastran las mareas, conviviendo en un paisaje que parece suspendido en el tiempo, mientras reconstruyen sus vidas y alzan muros de hormigón para mantener a raya al mar donde algunos aún esparcen las cenizas de sus muertos.

A menudo, los diques de contención no bastan ante una realidad que nos desborda

Imagina vivir en una isla y no atreverse a mirar el mar. O despertar de la siesta a la falda de un volcán. En 2016, Samuel M. Delgado y Helena Girón descendieron con su cámara de 16mm hacia las profundidades de La Corona, en Lanzarote. Uno de los túneles volcánicos más largos de Europa que ha servido de refugio a pastores, aborígenes y maquis frente a las amenazas exteriores y que alberga, en sí mismo, otra geografía de la resistencia. Como los eventos interconectados en este artículo y que surgen simultáneamente, por resonancia, unidos por los tubos comunicantes del subsuelo cartografiados en el siglo XVII por Athanasius Kircher. En palabras de Girón, «unidos en la clandestinidad por una cadena de afectos, ideas y complicidades que encontramos en la experiencia colectiva vivida en esos momentos de resistencia».

Hemos visto siglos de historia arder hasta los cimientos mientras los comensales disfrutaban imperturbables de su cena a bordo de un baton mouche que surcaba el Sena, a espaldas de Notre Dame. Y ni los rezos del párroco y sus feligreses impidieron que la lava engullera la iglesia de Todoque en la isla de La Palma. «Ahora somos el centro de atención ̶ respondió una vecina a una reportera de televisión ̶ pero cuando se vaya la lava se irán las cámaras. Lo único que pido es que no nos olviden».