Las que dan mala imagen


«Sin identidad no es posible lo político, lo que somos, lo que nos ha pasado, lo que nos define, por fuerza va a dibujar los contornos de nuestra relación con el mundo y de cómo queremos influir en él. Es decir, nos hace seres sociales, en tanto nos mueve a buscar iguales con quienes compartir proyecto y en ese momento, nos hace seres políticos»


La búsqueda de un pasado glorioso con el que emparentar es tan antigua como lo son el orgullo, la ambición y el deseo. No hubo familia más o menos influyente en Grecia y Roma que no afirmase descender de tal o cual héroe, semidiós o eminente fundador de ciudades.

Pueblos enteros han recurrido a mitos fundacionales para crear conciencia nacional, fraternidad o una mínima sensación de pertenencia. Lo que hizo con todo esto el siglo XIX todavía lo estamos pagando, pero es tentador llevar la sangre de una diosa aunque sea en la heráldica. ¿Quién no quiere elevarse en algún momento de su vida por encima de la mundanidad que le ha tocado vivir? La necesidad de trascendencia acompaña a la humanidad desde que empezaron a cantarse canciones bajo las estrellas para ahuyentar a la noche.

Nuestros referentes dicen mucho de quiénes somos, de cómo nos vemos o de cómo nos anhelamos. De nuestras carencias, de nuestros complejos, de nuestras debilidades y fortalezas. Son una proyección a medias deformada y a medias sublimada de nosotras mismas.

Como casi todo en esta vida, la elección e identificación con determinados ancestros es una decisión que acaba siendo política. Tanto como lo es la identidad, de grupo e individual.

Fotografía de las protestas en Colombia. Agencia AFP

Fotografía de las protestas en Colombia. Agencia AFP

«A la revolución no se le pide perfección, eso entra en los terrenos de la fe, pero sí la capacidad para mejorarse a sí misma y ensanchar el terreno de la clase única para que quepamos las que nunca cabemos en ningún sitio»

Sin identidad no es posible lo político, lo que somos, lo que nos ha pasado, lo que nos define, por fuerza va a dibujar los contornos de nuestra relación con el mundo y de cómo queremos influir en él. Es decir, nos hace seres sociales, en tanto nos mueve a buscar iguales con quienes compartir proyecto y en ese momento, nos hace seres políticos.

En estos días vemos cómo las autoridades colombianas, a través de su ejército y de su policía, reprimen a su pueblo con toda la violencia y la crueldad de la que es capaz un estado que se siente cómodo con la reedificación parafascista que es ya un fenómeno global.

Desde España —que a veces es a Latinoamérica lo que Madrid a la propia España en cuanto a acaparar información, interpretarla y tener la necesidad irreprimible de ser la medida de todas las cosas aunque estas nos queden a un océano de distancia— nos apresuramos a escribir párrafos y párrafos sobre algo que no abarcamos en toda su complejidad. Entrando en conflicto, si hace falta, con colombianos y colombianas que nos corrigen los excesos.

Ante un atropello a los derechos humanos como el que está sucediendo en Colombia, la posición la marca la clase y la solidaridad, siempre con el pueblo contra los manierismos fascistas. Cuando una ve helicópteros disparar contra civiles en barrios obreros, poco tiene que pensar. A muerte con los nadie.

Los contextos son fundamentales. En Latinoamérica especialmente. El eje derecha-izquierda no es la única explicación política efectiva para entender qué sucede y qué lleva sucediendo siglos. Las luchas de los pueblos originarios tienen un papel fundamental que no acabamos de entender desde aquí y que a menudo despreciamos como una milonga identitaria, cuando es, quizá, el hecho definitorio de las políticas de liberación latinoamericanas. No se trata de sentirse culpables por la colonización, sí de hacerse responsables de un contexto histórico y no seguir colonizando, aunque sea en el plano de las ideas o con tanto repugnante paternalismo.

La represión violenta en Colombia nos está dejando imágenes impresionantes. Algunas hielan la sangre y otras, las del pueblo resistiendo, emocionan.

Primera manifestación LGTB de España en La Rambla de Barcelona el 26 de junio de 1977. Fotografía: Colita

Primera manifestación LGTB de España en La Rambla de Barcelona el 26 de junio de 1977. Fotografía: Colita

«La historia de las mujeres trans y la policía es criminal, oscura e internacional. Salir con la pestaña puesta a protestar ante cuerpos y fuerzas de seguridad que no se están cortando en disparar con munición real es el desafío último, un acto de valor que habla por sí solo»

De entre ellas rescato la de unas cuantas mujeres trans y travestis desfilando entre los manifestantes con todo el aparato estético funcionando. La secuencia se ha hecho viral, destila poder y desafío. En este sentido se han expresado la mayoría de las personas que han tenido acceso a verla. No es muy complicado entender el significado de la misma aunque no se tenga el contexto a mano. Milicos y travestis no hacen buenas migas desde tiempos inmemoriales. La historia de las mujeres trans y la policía es criminal, oscura e internacional. Salir con la pestaña puesta a protestar ante cuerpos y fuerzas de seguridad que no se están cortando en disparar con munición real es el desafío último, un acto de valor que habla por sí solo.

Hay quien no lo ve así. De nuevo desde posiciones que se tienen a sí mismas por revolucionarias.

Veréis, entiendo perfectamente la mecánica de la identificación. Comprendo que la imagen del guerrillero tiene un potencial desmesurado y que seduce e inspira en el primer vistazo. Cuando alguien empieza a formarse políticamente, además de empaparse de teoría, se zambulle en la historia y en sus figuras. Busca referentes irremediablemente. Yo también leí los Diarios de guerra del Che con 17 años y me aprendí de memoria los hitos de la revolución cubana. Guevara, Castro y Cienfuegos fueron parte de mi educación, no solo política, también sentimental. También Shankara, la RAF, las Black Army, las Brigadas Rojas italianas, las incontables organizaciones revolucionarias populares latinoamericanas. Y no reniego. Pese al mal sabor de boca que se le queda a una cuando descubre que tampoco en el modelo de sociedad de la mayoría de aquellos héroes cabíamos nosotras: trans, putas, maricas, bolleras, bisexuales flamboyantes y otros estados afectivos y sexuales humanos.

A la revolución no se le pide perfección, eso entra en los terrenos de la fe, pero sí la capacidad para mejorarse a sí misma y ensanchar el terreno de la clase única para que quepamos las que nunca cabemos en ningún sitio. Por degeneración burguesa o por espiritualidad contrarrevolucionaria.

A menudo se cita a Marx aquello de la «crítica despiadada contra los nuestros». Convendría que esa crítica despiadada no fuese siempre en el mismo sentido. Confundir actualizar los contextos con revisionismo emparenta con el peor fascismo. La justicia social, si pretender estar anclada en la realidad material, no puede quedarse en el siglo XIX.

Como habréis observado entre todos esos referentes aún no he citado a ninguna mujer. Cuando leía todo aquello no solían aparecer, con excepción de la revolución rusa. Buscaba también mi reflejo entre toda aquella gente y, pese a la admiración, me costaba ver algo de mí en aquellos tipos barbudos, sudorosos, duros como rocas e implacables milicianos. Como mujer trans mucho tiempo en el armario los caminos de la sobrecompensación me han llevado a lugares surrealistas, pero no tanto como para verme reflejada en el guapísimo pero hipermasculino Camilo Cienfuegos.

Tuve que escarbar bastante para descubrir vida más allá de Kolontái, Krupskáia o Reisner. Llegaron Vilma Espín, Haydee Santamaría y Melba Hernández, las heroínas de Cuba. Angela Davis y Assata Shakur en las Black Panther, cantidad de mujeres listísimas y valientes con las que sí podía llegar a establecer cierta conexión personal de la que empuja al compromiso político real.

Llegar a establecer esa conexión, no es lo mismo que sentirla con plenitud. Esas mujeres me empujaron al compromiso político y, con sus luces y sus sombras, a veces contra mi propio instinto de supervivencia, las sigo admirando. La lucha contra la barbarie fascista es un acto de amor y un arte. Del mismo modo que no puedo dejar de emocionarme ante la poesía de Adrienne Rich aunque sepa que, si siguiera viva, probablemente me escupiría en la cara.

El paso del compromiso político al activismo se lo debo a otras mujeres más humildes. Cuyos nombres no van a pasar a la historia y casi nadie recuerda ya.

Primera manifestación LGTB en Madrid en junio de 1978. Fotografía: Chema Conesa

Primera manifestación LGTB en Madrid en junio de 1978. Fotografía: Chema Conesa

«Esas, las mal maquilladas, toscas, agresivas, violentas, irreductibles en su feminidad, son mis guerrilleras, las que protegen la república popular de mis sueños. Las que no piden nada pero lo han dado todo. Las que dan mala imagen pero se partirían el alma por ti»

En el documental Pero que todos sepan que no he muerto, sobre memoria histórica, represión LGTB y Lorca, la activista Empar Pineda cuenta algo que algunas de nosotras sabemos desde hace mucho tiempo y de lo que hace muy poco que se está escribiendo. En la primera manifestación LGTB que tuvo lugar en España, la del 77 en Barcelona, se llegó al consenso entre las organizaciones participantes de no permitir que las mujeres trans marchasen como parte oficial del evento. Daban mala imagen. La mayoría eran putas y empezaban a desfigurarse por las inyecciones de aceite de motor, pegamento o materiales de construcción que se pinchaban en la cara, la cadera y el pecho. No podían impedirles marchar, pero sí hacerles el vacío. Así fue.

Llegado el momento las autoridades deciden que se acabó la manifestación y que basta de degenerados ocupando el espacio público y haciendo ruido.

En cuanto los grises se ponen en marcha y sacan las porras, casi toda la manifestación se refugia en calles adyacentes, en parroquias, donde se puede. Excepto las mujeres trans, que se ponen en cabeza y se enfrentan a la policía con todo lo que tienen. Ellas, que sufren en sus propias carnes abusos policiales constantes: palizas, violaciones, robos, acusaciones falsas, asesinatos y desapariciones, deciden que ya no tienen nada más con qué amenazarlas y que el orgullo empieza en aquella Barcelona del 77.

El resto del activismo oficial tuvo que envainar su clasismo y reconocer que las mujeres trans salvaron el día y abrieron la puerta a lo que vendría después.

Esas mujeres, las mismas que encerraban en cárceles masculinas y que fueron olvidadas por la ley de amnistía del 77. Las que siguieron en prisión maltratadas por funcionarios y población reclusa. Las que no renunciaron a ellas mismas. A las que nunca les faltaba un labio pintado, aunque fuese con pintura raspada de las revistas. Esas, las mal maquilladas, toscas, agresivas, violentas, irreductibles en su feminidad, son mis guerrilleras, las que protegen la república popular de mis sueños. Las que no piden nada pero lo han dado todo. Las que dan mala imagen pero se partirían el alma por ti.

Es necesaria una falta de empatía importante o vivir en Marte para no entender lo que se juega una mujer trans o una travesti en una de esas manifestaciones de Colombia. La historia de las mujeres trans latinoamericanas se sigue escribiendo con sangre. Los datos están a un click. Descartar el poder simbólico de semejante puesta en escena bajo las balas es de una torpeza política descomunal. Y la misoginia que encierra todo ese culto a las formas del guerrillero, habla sola.

Cuando me pierdo, cuando me puede la pereza, el cansancio, la desesperanza, la molicie o el pesimismo, me asisten esas mujeres maravillosas y valientes. Y las que vinieron después. Revolucionarias como las que más, de una belleza política despampanante, que hicieron y hacen sonrojarse al revolucionario de salón con cada taconazo. Que fueron y son puro desafío. Tan alto y tan claro que parecen inalcanzables.

Tan valientes, que ni toda la maquinaria machista y misógina puesta en marcha es capaz de sepultarlas en la historia.


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