Unamuno, los puños, las pistolas y los «novios de la muerte»
/El fascismo español se basa en un relato falso y sublimado de nuestro pasado. Intentó rodearse de intelectuales y teorías que lo reforzasen, pero casi nada salió como esperaba. Unamuno, en su día «héroe» de falangistas y filofascistas seguidores de la «dialéctica de los puños y las pistolas» de José Antonio Primo de Rivera, acabó aborreciendo el matonismo patrio
Habíamos perdido las colonias. El viejo imperio se había hecho pedazos. Es el Desastre del 98. En lo sucesivo viviríamos de nostalgias. En estos años hay poco, muy poco, de optimismo. Se sucede una mirada siniestra y oscura. Un final de ciclo que, mientras había quienes miraban a Europa y sus corrientes europeizantes, asociadas con la modernidad, otros buscaron una regeneración que calificaron de «moral y espiritual» en la misma tradición española. Tampoco esa mirada debía acabar en el fascismo, salvo que esta fuese proyectada por ideólogos que buscaban su propio cuerpo teórico, un panteón de héroes que rápidamente calificaron de patrios y españolizantes. Aquel particular libro de historia de España fue amputado; de la parcialidad comenzaron a brotar leyendas, relatos guerreros, citas y biografías que parecían encajar (al menos para ellos) en la cosmovisión que todo fascismo aspiraba a proyectar. Una España que soñaba con ser imperial a partir de observar a la Italia imperial, tan a su modo coherente y solvente, tan sofisticada y sin complejos.
LAS CADENAS Y LA INTELIGENCIA
«Todo lo que se diga de la salvajería de las hordas llamada rojas o marxistas (??) es poco, pero la de los otros. Tan salvajes como los hunos son los hotros, en esta guerra sin cuartel, sin piedad, sin humanidad y sin justicia. De un lado criminales vulgares, expresidiarios, degenerados sin ideología alguna, y del otro lado...»
Aquellos años, los inmediatamente anteriores al estallido de la guerra son, en gran medida, confusos. Los falangistas, que tenían a Miguel de Unamuno como uno de sus heraldos, lo mismo que a Ortega y Gasset, se sintieron decepcionados con la actitud de este, que profesó un inicial fervor republicano. Luego aquello se enmendó, para sufrir una metamorfosis que lo condujo a bendecir el golpe y pedir la cabeza de Azaña, al que llamó «el faraón de El Pardo». Se buscaba una clase intelectual de la españolidad y Ramiro Ledesma y muchos otros, todos falangistas violentos y creyentes en la milicia, lo encumbraron hasta su derrumbe con el famoso episodio en la universidad de Salamanca y su enfrentamiento con Millán Astray. Como sabemos, es muy posible que la famosa frase que supuestamente le espetó el legionario («¡Muera la inteligencia!») no fuese literalmente así (otros sostienen que en realidad fue «¡Muera la intelectualidad traidora!»). Hubo gritos e insultos, y salió entre un gran tumulto. La frase recuerda a otra anterior, pronunciada poco más de un siglo antes, cuando Fernando VII entra triunfal en Madrid y el pueblo le recibe con gritos de «¡Viva la inquisición!» y «¡Vivan las cadenas!». Fernando no tarda un segundo en aprobar leyes represivas y retrógradas. Un rector de una universidad, en un encuentro con este, le dice: «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar». En ambos casos, ante lo sucedido en Salamanca, la hostilidad es coherente con la actitud de Unamuno en los días en que España iba cayendo poco a poco en manos fascistas y, según la correspondencia que se conserva, comprendía la política de exterminio y suprema sangría de estos. Semanas antes de fallecer, al poco de estallar la guerra, el 21 de noviembre de 1936, escribe a Lorenzo Giusso: «Todo lo que se diga de la salvajería de las hordas llamada rojas o marxistas (??) es poco, pero la de los otros. Tan salvajes como los hunos son los hotros, en esta guerra sin cuartel, sin piedad, sin humanidad y sin justicia. De un lado criminales vulgares, expresidiarios, degenerados sin ideología alguna, y del otro lado...». Luego, lo que precisa a continuación no tiene ningún olor a fascismo: «No se dejen ustedes, los italianos, engañar. Esta reacción inquisitorial española contra la tradición, la gloriosa tradición liberal española del siglo XIX, el siglo más glorioso de España, no es cristiana, ni es nacional. Fuera de algunos pocos. Y no olviden que la palabra liberalismo nació en España, como lo ha recordado vuestro —y nuestro— gloriosísimo Benedetto Croce; ese altísimo espíritu, el de la Historia de Italia y la Historia de Europa. ¡Que grandeza de visión!... Y nada de esa hórrida retórica etérea, futurista y fascista».
UN «QUIJOTISMO» QUE NO QUISO SER FASCISTA
«Su quijotismo no implicaba esto. Su heroísmo era otro: no podía reconocerse ni en los novios de la muerte ni en la famosa dialéctica de los puños y las pistolas de José Antonio»
Rechazar la barbarie no suponía estar a favor del bando republicano. En esto se parecía a Baroja, que era enemigo del totalitarismo, pero que tampoco aceptó las consignas republicanas. Habitar una zona fronteriza, en medio de lo que estaba pasando, era casi imposible. Luego, lo que no sabemos, a pesar de entrevistas y confesiones, es lo que sucede en todo conflicto. Había miedo, y mucho, por el propio pellejo. Unamuno temía un castigo, algo que ya había sentido en sus carnes cuando fue desterrado por el dictadorzuelo Primo de Rivera, al que se había opuesto encarnizadamente. A su alrededor, con el avance de nazis y fascistas, todo iba a peor. Y así lo pensó él, cuya respuesta a Ledesma, que ansiaba tenerlo a su lado, es demoledora: ¿fascismo? No, para nada. No, si esto implica la persecución política y los ajusticiamientos a manos de matones, como sucedía en Italia, pero también en nuestro país con la creación de Primera Línea y los grupos de asalto de imitadores de los arditi. Europa, definitivamente, caía en el abismo de la intolerancia y la violencia. Su quijotismo no implicaba esto. Su heroísmo era otro: no podía reconocerse ni en los novios de la muerte ni en la famosa dialéctica de los puños y las pistolas de José Antonio. Si tanto él como Ortega rechazaban la europeización, es decir, la modernidad del país, si esto suponía una pérdida del «alma española», este nacionalismo cultural no debía implicar la tiranía. Lo que ambos trataban de impulsar eran las energías propias de un país, del que Ortega había dicho que hasta la fecha había estado enfermo.
Unamuno era hábil en la provocación. Lanzaba consignas, en ocasiones agresivas, que gustaban a los falangistas: tragedia, combate, locura. Lo inmortal. En esa búsqueda de referentes intelectuales entre los jóvenes nacionalistas, con el país roto y desmembrado, vieron en Unamuno al adalid de esa nueva España, que explicaba con una llamada al heroísmo y la violencia verbal. No escatimaba en insultos y comparaciones despiadadas, en poner en circulación todo un imaginario repulsivo contra otros escritores o intelectuales con los que no compartía su visión. Por eso, «el bestiario unamuniano era proverbial —sostiene Sandro Borzoni en El quijotismo de Unamuno en Italia: filosofía de la acción, irracionalismo, fascismo—, una muestra de fascismo verbal de extraordinaria intensidad. A nivel político los totalitarismos se alimentan de las divisiones y las convierten en odios antagónicos, atávicos. Unamuno fue un pozo sin fondo para la retórica de los jóvenes literatos de La Voce, y lo fue también para los jóvenes literatos cercanos a Giménez Caballero».
Ortega, en su correspondencia con Unamuno, entra en conflicto. Le critica su falta de un método o sistema. Sus declaraciones le parecen bravuconadas, palabrerías sin un fondo sólido. Porque «la europeización no era incompatible con un determinado cultivo de las posibilidades intelectuales y culturales auténticamente españolas, por lo que el verdadero nacionalismo no tenía por qué ser ese aferramiento a lo castizo que Unamuno propone, sino que podía muy bien ser “una especie de nacionalización de lo europeo”», afirma Diego Sánchez Meca, El quijotismo de Unamuno, el cervantismo de Ortega y la España de 1898.
Pero eso gustaba, y mucho, a Ledesma. Al contrario que la mayoría de intelectuales, que miraban al norte, Unamuno lo hacía al sur, hacia África, mientras en Del sentimiento trágico de la vida afirmaba tajante que «otros pueblos nos han dejado, sobre todo, instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura». Pero el problema era de indeterminación. En primer lugar por no precisar qué diantres era eso del «espíritu español» y, en segundo lugar, en señalar que debemos rechazar y por qué. En la mitología fascista el héroe es siempre un incomprendido; solitario e incansable, opone la vida a la razón, la «locura» del ideal al racionalismo. Aspira a trascender, se suma —o así se imagina— al panteón de los trágicos de espada y cruzada. Es aventurero (la escalada, las montañas, el campo, la instrucción a la luz de la luna) y buen camarada. Tiene fe absoluta en que ese es el destino del hombre justo. La vida, como es tragedia y combate, está conducida por un deseo de ser, al precio que sea, incluso el de la muerte. Al adoptar el modelo quijotesco se entró en un terreno fértil para el fascismo hispano, puesto que ese quijotismo se convierte, para Unamuno, «en la ciencia española de la tragedia de la vida —continúa Sandro Borzoni—, ciencia que nos revela nuestra visión castiza del mundo frente al optimismo racionalista europeo. Es decir, frente a la modernidad europea, el quijotismo representa una concepción del mundo enraizada en la intrahistoria del alma española e impregnada del idealismo de la acción heroica. De modo que, para Unamuno, la esencia de lo español hay que buscarla en los conquistadores, en la Contrarreforma, en Loyola y en la mística».
ANTIEUROPA
«Se lo perdonaron casi todo. Hasta cuando saludó la llegada de la República los fascistas, tanto italianos como españoles, quisieron aún recuperarlo»
Todo esto, en el contexto de la época, debía conducir fácilmente a su asimilación como teórico fascista, aun cuando ello fuese muy dudoso. Lo mismo estaba sucediendo en Italia, en los años previos a la Marcha sobre Roma, donde su Vida de Don Quijote y Sancho se convirtió en un best seller. Su Quijote era un héroe trágico enfrentado a la modernidad, el positivismo y el laicismo. Su fervor militante y bella locura tenían mucho de revolucionario y del abstracto idealismo del fascio, lo mismo que se recuperaron libros de caballerías y templarios. Se desarrolló una interpretación que veía en el Quijote de Unamuno el héroe de la filosofía de la acción y el caballero del ideal en perpetua lucha con la modernidad. Los comentarios de su obra incitaban al riesgo y la aventura: En 1913, cuando se editó la traducción de la tan comentada obra de Unamuno con el título de Commento al Don Chisciotte, volvieron a aparecer en las páginas de la prensa los términos de antaño empleados por Papini, Della Seta y Amendola. En la reseña de Saloni retornan el heroísmo, el apostolado, el vuelo tempestuoso, y hasta el éxtasis dionisíaco: «Unamuno quisiera que cada uno de nosotros se formara hacia una conciencia heroica y rebelde y que probara la voluptuosidad del abandono dionisíaco, del vuelo tempestuoso que transporta en las alturas llenas de viento y de luz. Es, pues, más que el apóstol de una nueva fe, el animador de las energías más puras», señala Sandro Borzoni. Sin embargo, se dio la paradoja de que mientras en Italia se aplicaban medidas de censura a la prensa, un escritor como Unamuno, que se había expresado contra la dictadura primoriverista y, por tanto, podía ser considerado un activo antifascista o como mínimo un republicano, su obra se siguió leyendo, vendiéndose y enseñándose. A pesar de todo ello, había penetrado su quijotismo, antieuropeísmo y la defensa de los espíritus nacionales de los pueblos entre las filas de abanderados del fascio como Cornelio di Marzio, un veterano de la Primera Guerra Mundial que ahora trabajaba como periodista y se encontraba al frente de la Asociación fascista de prensa. Marzio era un defensor acérrimo de Mussolini que adoraba a Unamuno, quien por otro lado en el pasado había lanzado loas a la actividad bélica italiana y que incluso había visitado la línea del frente. Se lo perdonaron casi todo. Hasta cuando saludó la llegada de la República los fascistas, tanto italianos como españoles, quisieron aún recuperarlo. Condenaban el nuevo régimen, casi no reconocían a su Unamuno. Sus citas, referencias y reinvidicaciones en publicaciones militantes eran las del viejo Unamuno, de aquel antieuropeizante y, supuestamente, protofascista. El propio Marzio, incrédulo ante su actitud se torna altanero y arrogante; para él era casi un viejo, un hombre débil aferrado a una quimera:
«La vejez reserva siempre malas jugadas, y a pesar de que Unamuno siga joven, no sabemos nosotros cómo imaginarlo con el delantal de los masones, el compás en el ombligo, y mil ideas viejas para su vital cerebro»
«La vejez reserva siempre malas jugadas —escribe en Antieuropa—, y a pesar de que Unamuno siga joven, no sabemos nosotros cómo imaginarlo con el delantal de los masones, el compás en el ombligo, y mil ideas viejas para su vital cerebro. Y decir que leímos sus libros de un tirón: fuimos a verle corriendo el día que pasó por aquí [se refiere a la visita de Unamuno al Frente de combate], y hoy lo encontramos en estas páginas que brillan por su fe y su ardor. España contra Europa es un pensamiento de una enorme actualidad también hoy, cuando Unamuno se hace pasar por europeo. [...] Dentro de unos años el viejo Don Quijote español, con el escudo y el yelmo, dejado Roncinante en la cuadra y Sancho en el corral, se le acercará y en voz baja le rogará en latín, como decía Jeremías en Jerusalén: “Michael, Michael, convertere te ad dominum deum tuum”. Y Miguel volverá español, o sea, antieuropeo».
Había que, efectivamente, volverlo «español»: Unamuno sería precursor del falangismo o no sería. Lo intentaron una y otra vez los ideólogos y estetas falangistas, como Laín, empeñado «en ofrecer una imagen de Unamuno acorde con los principios del Movimiento —señala Mercedes T. Asende en ¿Unamuno fascista? La paradójica relación entre Miguel de Unamuno y los falangistas—, y aunque es indudable que Unamuno y José Antonio comparten ciertos valores y preocupaciones, las coincidencias no son lo suficientemente profundas y consistentes como para considerar a Unamuno simpatizante del fascismo, y mucho menos precursor de la Falange, como pretenden Giménez Caballero e incluso algunos críticos contemporáneos. Unamuno siempre se opuso categóricamente al fascismo, criticó abiertamente tanto las JONS como Falange Española y sus militantes, y manifestó su condena de los totalitarismos y de todo género de violencia. Además, bajo la retórica nacionalista de Unamuno late siempre su pensamiento liberal, al que nunca renunció, a juzgar por sus últimas escritos».
Esos mismos fascistas, tanto en Italia como en España, vieron como al estallar la guerra civil y ponerse de parte de los golpistas el viejo maestro se volvía cabal, regresaba entre los suyos, pero omitieron sus últimas y reveladoras cartas, pusieron en duda (posiblemente con razón) la literalidad de su desplante a Astray, camuflaron su condena a la barbarie.
LA HILARANTE Y DESCABELLADA BÚSQUEDA DE HÉROES CASTELLANOS
«El paroxismo y la hilaridad hicieron que el Cid Campeador, los caballeros templarios, San Agustín, San Ignacio de Loyola fuesen heraldos de nuestro fascismo. Comparados con los fascistas italianos, que tenían una base sólida, un pasado común y “glorioso”, España debía buscar sus propia justificación»
La búsqueda de héroes con impronta castellana, aún con la dificultad de hallarlos, fue una constante; se tomaron hechos del pasado para servir a propósitos de un presente que era muy distinto. Falange tenía que presentarse como un movimiento fuertemente enraizado en la tradición española. Una vez conectado con este su/nuestro pasado, era sencillo hablar de un «destino común», como hizo José Antonio.
Hechos muchas veces descontextualizados, traídos del pasado a gusto de cada cual. Se manipuló la historia como un traje a medida. La constelación de héroes patrios se convirtió en una empresa titánica para construir una identidad nacional, como sucedía en Italia o Alemania. El paroxismo y la hilaridad hicieron que el Cid Campeador, los caballeros templarios, San Agustín, San Ignacio de Loyola fuesen heraldos de nuestro fascismo. Comparados con los fascistas italianos, que tenían una base sólida, un pasado común y «glorioso», España debía buscar sus propia justificación. Y, si no era posible, debía inventarse en un juego muy libre de asociación. Muy pocos de los tomados como heraldos que estaban vivos (Unamuno, Ortega y Gasset…) suscribieron su misma visión. Más bien lo contrario y, sí lo hicieron, fue a duras penas. Hasta el hermético Ramon Lllul, con toda la enorme complejidad de su pensamiento, fue convertido en precursor de guerrero protofascista con su Libro de la orden de la caballería, donde un viejo caballero, que vive retirado del mundo como eremita, enseña a un escudero las virtudes y secretos de la caballería. Virtud y vicio, rectitud frente a debilidad, las reglas para el buen caballero que no duda en poner su España al servicio de la cruzada católica, fueron tomados por los intelectuales del Movimiento así como por sus matones. De hecho, el Libro de la orden de la caballería fue rescatado décadas más tarde, en los ochenta del siglo pasado, por la extrema derecha española, que llegó a contar incluso con una revista esotérica y neonazi llamada Excalibur —con el subtítulo de «La espada del poder perdido»— un auténtico delirio místico aparecido en la primavera de 1984. Cabía todo: leyendas vikingas, exaltaciones a la vieja Roma —como hizo Jerarqvia— y temas esotéricos sobre runas, sociedades secretas y fenómenos telúricos.
El ocultista chileno M. Serrano, chileno y declarado neonazi con contactos entre los tibetanos y amigo personal del Dalai Lama, era uno de sus inspiradores, lo que llevó a que se especializasen en el «hitlerismo esotérico». En el primer número se llegaba a afirmar que San Francisco de Asís era sin duda «el más cristiano de todos los santos a la vez que el más Ario en cuanto a la concepción de su misticismo». Esa descomposición absoluta del tradicional fascismo ultramilitante acabó de la manera más irrisoria posible: con una peregrinación a Santiago para la ordenación como caballeros templarios a los nuevos reclutas del fascismo: «Llego a Santiago —contaba un caballero neonazi en el número sexto de Excalibur—, soy ordenado «Maestre pelegrín NS» [Nacional Socialista] por nuestra dama SD y, dado el correspondiente espaldarazo, con una espada de hierro («Tizona») que compré en Burgos […] que se hizo el camino de Santiago conmigo: es el broche de oro de una experiencia inolvidable a la que todo SD se debería apuntar», afirma Xavier Casals en el ya clásico Neonazis en España. De las audiciones wangerianas a los skinheads (1966-1995).
Lo que restaba entonces era lo que figura en El espejo de la muerte (1929) de Solana: vamos inexorablemente hacia la muerte, pero la vida no es otra cosa que la continuación de la muerte por otros medios. Asistimos una y otra vez al triunfo de la calavera.