El café que convirtió a Maruja Mallo en la reina de las blasfemias
/El madrileño café de San Millán del barrio de La Latina, que aún se mantiene en pie, fue uno de los antros más auténticos de la capital. Sus clientes eran bohemios, proletarios de camisas negras o verduleras amotinadas, y entre sus paredes la surrealista Maruja Mallo ganó un disputado concurso de blasfemias
En La Busca,–novela insigne de la descripción del mal vivir y sus lugares del viejo Madrid- Pío Baroja describe al hampón, cuyas «ideas son suicidas: Se ríe de la justicia y de la equidad en su modo de ser abstracto, pero respeta al polizonte. Es partidario de Nietzsche sin saberlo». En uno de sus capítulos, escribe:
«Después del trabajo fue Manuel a la casa de huéspedes y habló con Roberto.
-Pasar por el café de San Millán a eso de las nueve de la noche -dijo Roberto-; allí estaré yo con una prima mía.
-¿La va usted a llevar allá? -preguntó asombrado Manuel.
-Sí; es una mujer original, una pintora.
Manuel cenó en la Corrala y contó a Leandro lo que le había dicho Roberto.
-¿Y esa pintora es guapa? -preguntó Leandro.
-No sé; no la conozco.
-¡Maldita sea la...! Daría cualquier cosa porque viniera, hombre.
-Y yo.
Fueron ambos al café de San Millán, se sentaron y esperaron con impaciencia. A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy delgada, de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño. Leandro y Manuel la saludaron con gran timidez y torpeza; dieron la mano a Roberto, y hablaron.
-Mi prima -dijo Roberto- tiene gana de ver algo de la vida de estos pobres barrios. -Pues cuando ustedes quieran —contestó Leandro-. Eso sí, les advierto a ustedes que hay mala gente por allá.
-¡Oh, yo voy prevenida! -dijo la dama con ligero acento extranjero, mostrando un revólver de pequeño calibre».
LA PATRIA DE LA CANALLA CASTIZA Y LA SICALIPSIS
«Tenía mesas reservadas a las mujeres de vida durísima y supervivientes de mil y una tragedias: las verduleras del cercano mercado de La Cebada»
El Nuevo café de San Millán era, sin duda alguno, uno de los epicentros de la canalla castiza. Se inauguró en diciembre de 1876 y se hizo célebre como café cantante abierto hasta altas horas de la madrugada. Sin embargo, también dio cabida a la sicalipsis. Antonia la Cachavera actuó allí, lo mismo que La Goya. En la plazuela de la calle Toledo, a unos pasos de otro lugar habitual de broncas y alborotos como era el café de los Naranjeros, proporcionaba refugio a arrieros, trabajadores del mercado de La Cebada o vendedores de pescado. También, y en esto fue ejemplar, una rareza en tertulias dominadas mayoritariamente por hombres, tenía mesas reservadas a las mujeres de vida durísima y supervivientes de mil y una tragedias: las verduleras del cercano mercado de La Cebada, famosas por su motines y protestas (a ellas se atribuye la expresión «hablas como una verdulera»), y las numerosas cigarreras y rastreras (mujeres que vendían casquería). Algunas verduleras vendían el género ya «tocado» y de peor calidad en las afueras, frente al mercado y la plazuela del café, en la calle Toledo, en la esquina de la calle de la Ruda, un lugar por entonces sucio y maloliente, y donde no escaseaban los antros y lupanares.
Estruendoso y bullanguero, en la planta alta, a la que se accedía por una escalera de caracol, el café tenía billares. Solían acudir muchos poetas y bohemios de principios de siglo, como Pío Baroja o Emilio Carrère, que le dedicó estas palabras en uno de sus poemas sobre el Madrid extinto: «San Millán: viejo café, abigarrado y chulón». También Rafael Alberti o la surrealista y sin sombrero Maruja Mallo. En 1926, en plena dictadura de Primo de Rivera, el dueño organizó un polémico concurso de blasfemias. La ganadora fue Mallo. El segundo lugar fue para su colega Alberti.
En los meses antes de la Guerra una bomba, colocada al parecer por anarquistas que protestaban en una huelga convocada por los camareros cenetistas, explotó en su interior. No hubo víctimas. Su buena estrella acabó con la Guerra Civil. Hasta en tres ocasiones le tocó la lotería del Gordo de Navidad. Como miles de personas más, Mallo abandonó la capital y marchó al exilio. El Golpe la pilló lejos de la capital, en Misiones Pedagógicas por Galicia. No regresará. En caso de quedarse habría sido fusilada.
EL PRINCIPIO DEL FIN
«La diferencia con otros cafés era su aspecto proletario y aguerrido, muy duro, que Diáz-Cañabete describe como “café de blusas negras y de gorrillas”»
En los días de la guerra, con un Madrid asediado por las bombas (varias cayeron muy cerca de allí, como en la calle Embajadores o en la cercana Estudios), el San Millán permaneció abierto para servir como comedor social. Acabada la contienda, con la ciudad todavía en ruinas, el periodista madrileño Antonio Díaz-Cañabate visitó el lugar y dejó este testimonio: «El café de San Millán es un café de barrio, quizá el último que se conserva puro y sin mancha de modernización». La diferencia con otros cafés era su aspecto proletario y aguerrido, muy duro, que Diáz-Cañabete describe como «café de blusas negras y de gorrillas». Allí nadie se quitaba la boina ni la gorra y se hablaba a gritos. Dominaban las verduleras con «malicia en los ojos», según la moralina de Díaz-Cañabete.
También era asiduo el rey de la España negra, el pintor José Gutiérrez Solana. Gracias a él sabemos la espectacular decoración que tenía: «En las paredes de este café se ven varias pinturas recubiertas con lunas que las hacen brillar mucho: la catedral de San Isidro; la plaza de la Cebada; una verdulera, joven y guapa, que ofrece rábanos y tomates; un aragonés, con un porrón de vino en alto, y en el suelo, sus alforjas y una guitarra con una moña de los colores nacionales; entre el arco de sus piernas gigantescas le sirve de fondo el Pilar y el puente donde cruza el río Ebro. En el artesonado del techo, encuadrados en unos adornos de escayola que les sirven de marco, hay seis lienzos pintados hace bastantes años, que han tomado un color amarillento y noble. Uno de los lienzos representa a un señor de barba negra y con chistera, bajo la cual se adivina una calva zapatera como la de San José de Calasanz; éste lee un periódico, con un abrigo de color buey: tiene tipo de director de orquesta; el mármol de la mesa está ocupado con un gran vaso de café, como se servía antes, y la botella de agua y un platillo lleno de enormes terrones de azúcar de pilón; hay un tintero, y acaba de escribir una carta para conquistar a una viuda de dinero. El camarero, un hombre cuadrado, con patillas y pechera muy limpia, con tipo de marqués, le sirve el café muy atento y servicial. En otro cuadro están dos comerciantes de la calle de Toledo jugando al billar; uno, vuelto de espaldas, apunta con el taco una carambola; su compañero está entretenido echándole tiza al taco, con sus bigotes de foca caídos y su calva arrugada y achichonada que brilla con la lámpara de gas que tiene encima de ésta. Otra de las pinturas representa un matrimonio burgués, él con patillas y bigote rizado, corbata y guantes amarillos; el bastón, de junco retorcido, lo tiene encima del hombre de una manera cursi y petulante; está tomando un sorbete. Su mujer, con una capota con bridas y un traje rameado, está tomando otro mantecado rojo y amarillo, tiene la mano en que sujeta la cucharilla con el dedo meñique en alto, como el colmo de la distinción y elegancia. Otro cuadro es una chula con flores en la cabeza, pañuelillo al cuello y mantón de chinos, amarillo; está tomando un chocolate con bizcochos con un torero vestido de calle con un sombrero ancho, el bastón, y la chaquetilla corta, de terciopelo, con una cadena de oro y su mano, llena de sortijas, agarra un puro habano. En otra de las pinturas, un obrero sombrerero, con blusa y sombrero, está sentado delante de un industrial zapatero muy gordo; debajo de la americana de éste asoma el delantal azul, fuma en pipa y tiene la barba negra y el pelo enmarañados, cara de bárbaro y mucho pelo y cogote. En la mesa se ve la botellita que ponían antes con las gotas, las que se daban de balde, y que eran un coñac mejor que los que dan hoy en los cafés pagando copa.
Y, por último, hay pintado un gastrónomo que se está tomando el clásico bistec con patatas, el antiguo; de entremeses tiene aceitunas y unas rajas de salchichón. Estos frescos nos sugieren en todo una épica ya pasada: los cantadores de flamenco, los toreros y pelotaris célebres y las mujeres chulas de rompe y rasga. Estas mesas estaban ocupadas por gente de rumbo, entre los que se solía encontrar con frecuencia a los toreros Dominguín, Fabrilo, Espartero, Tato, Reverte y Frascuelo, que iban, con su cuadrilla, a tomar café, los picadores y banderilleros con sombrero calanés y faja, y algunos llevaban una cadena de oro con un ancla de brillantes, maciza y dura como para tirar de un carro. También frecuentaban este café artistas de teatro, y ocupaban estas mesas militares. Tipo popular de este café era la famosa vendedora de periódicos Lola, era muy alegre, vendía por las noches La Correspondencia de España».
A finales de los cuarenta fue derribado a golpe de «piquetas y billetes». Casi todo echó el cierre: el célebre Café Pombo y sus pombistas pasaron a mejor vida. Las antiguas y hermosas columnas del San Millán se vendieron al mejor postor. No fueron muy lejos: aún pueden verse en el interior de la vecina tienda de Tejidos San Millán, como nos recuerda José Blas Vega, el mayor investigador de los viejos cafés de Madrid. En 1956 abrió ya reformado, tal y como es hoy.
Pero, ¿qué dijo Maruja para alzarse como ganadora indiscutible de la blasfemia? Nunca lo sabremos. Buñuel, que la conoció y fue su amigo, nos dejó alguna pista. En una charla dijo: «Queda abierto el concurso de menstruación: Maruja Mallo tiene la palabra». A ella –brillante y espectral, que se paseó por el Madrid de La Movida y falleció aquí en 1995– se le atribuyen perlas como esta: «Aquí la culpa de todo la tiene la jodía mística». Y tanto.