¡Milagro! El medicine man ha llegado
/Crecepelos milagrosos, elixires maravillosos contra el dolor de estómago, reconstituyentes y vigorizantes, nuestros charlatanes, también conocidos como «montambancos» o medicine man, fueron muy célebres. Unas curanderas chinas curaban la ceguera con unos palillos chinos con los que extraían unos «gusanos» de los ojos de los incautos, mientras un melenudo aseguraba tener la panacea contra la calvicie
Crecepelos milagrosos, elixires maravillosos para el dolor de estómago, reconstituyentes y vigorizantes contra las inclemencias del tiempo, la edad o los estragos del reuma, los medicine man, como se les llamaba en Estados Unidos, donde habían surgido al amparo de circos de cuarta categoría, con sus tenderetes al lado del portento humano y la mujer barbuda, en definitiva nuestros charlatanes fueron parte del paisaje y paisanaje patrio. Junto a estos, el «tío del crimen» o los cantadores del crimen, que llegaban a lomos de un burrito a pueblos y plazas y, una vez allí, a voz en grito y con música ruda convocaban al gentío. Luego, con gran parsimonia, desenrollaban un gran telón en el que se narraba un hecho trágico (envenenamientos o matanzas o brujerías). Otros casi colegas del charlatán fueron el «Tío de la Bimba», que llegaba con sus alcahuetes fritos y humeantes, y el vendedor de lencería. En Madrid fue célebre un tipo conocido como Garibaldi, que se paseaba con su chaqué abierto y lleno de falsas medallas y condecoraciones, el ciego y barrigón Fidel que iba de un cafetucho a otro con su guitarra y canciones para sacar un real y que Arniches lo situó tocando la «Habanera del pompón», muy popular entre los madrileños. José Gutiérrez Solana se encontró con uno de ellos y reprodujo en Madrid, escenas y costumbres lo que decía a gritos: «Es indudable, señores, que las capitales están llenas de grandes enfermedades; ver estas láminas y os convenceréis. […] La mayoría de la gente está enferma y no quiere curarse porque lo ignora. ¿Qué se precisa, pues? Dar a vuestros órganos enfermos la reconstitución, la vitalidad que les falta. ¿Y cómo lo conseguiréis? Comprando este frasco de cápsulas, patente de mi casa, y tragando dos en cada comida. […] En estos específicos, todos los ingredientes que intervienen no son drogas nocivas, sino raíces y hierbas aromáticas cogidas en el campo. Tomadlos y tendréis la curación completa de todos vuestros padecimientos».
LAS CHINAS Y LA CEGUERA
«Estos vermes —explicaba un periodista en La Correspondencia de España— rabian y se enfurecen, pero la sabiduría de las hijas de Confucio logra apaciguarlos; extrayéndolos con cuidado y sigilo, queda el paciente libre de tan molestos huéspedes y, aún en los casos más graves, recobra la vista»
En muchos pueblos, las pócimas de los charlatanes rivalizaban con las recetas de los médicos, que solían detestarlos y los acusaban de intrusismo, lo mismo que sanadores populares, atadores y curanderos, aunque a veces utilizaban los mismos métodos. En Madrid se les solía ver en la Plaza Mayor, Plaza de Santa Cruz o frente al Café Comercial de la glorieta de Bilbao, vendiendo sus mejunjes de pacotilla capaces de generar multitudes y asombros. Fueron expertos en la publicidad callejera y casi de «guerrilla», como lo fue el sacamuelas, otro personaje de la España de entonces. Los gritos inundaban las ciudades de antaño. «¡Agua sebá!», decía uno. «¡La Corres!», gritaba otro, para vender La Correspondencia de España, uno de los periódicos más célebres a finales del siglo XIX. Mientras esto pasaba fue famosa una pareja de embaucadoras profesionales, las curanderas chinas, que se decían especialistas en enfermedades de la vista y que operó en Madrid en el invierno de 1911. Tuvieron mucho éxito en la capital después de que fuesen expulsadas de Portugal por estafa. Estas «saludadoras» orientales afirmaban que la ceguera y otras afecciones de los ojos eran causadas por unos bichillos que se alojaban debajo de los párpados, alrededor de la órbita de los globos oculares. «Estos vermes —explicaba un periodista en La Correspondencia de España— rabian y se enfurecen, pero la sabiduría de las hijas de Confucio logra apaciguarlos; extrayéndolos con cuidado y sigilo, queda el paciente libre de tan molestos huéspedes y, aún en los casos más graves, recobra la vista». Claro que el procedimiento era peligroso y doloroso. Ambas usaban unos palillos chinos que metían en los ojos de los incautos para supuestamente sacar los minúsculos gusanos. Usando algún truco de ilusionismo, aparecían en la punta de sus palillos dos gusanos que se retorcían. Tras varios meses de gran actividad fueron expulsadas por las autoridades, continuando su ruta hasta Brasil.
El charlatán o el montambanco era muy común en toda Europa. Se ayudaba de la teatralización y prosperaba según los miedos y modas del momento. Encaramados a un pequeño banco, mostraban productos casi siempre elaborados por ellos mismos y siempre exóticos, misteriosos e infalibles. En muchos casos, por supuesto, eran nocivos.
UNA PSEUDOCIENCIA PARA EL PUEBLO
«Aquellos reyes de la pseudociencia y medicine man resistieron hasta los años sesenta del siglo pasado (una imagen muestra a uno de los últimos trabajando en el Rastro madrileño en 1961), con la industrialización y el crecimiento vertiginoso de las ciudades y por el desplome de muchos pueblos»
Uno de los más célebres fue Estebanillo, muy famoso en Sevilla, que «realiza sus primeras ventas de un producto "medicinal" a una edad temprana, estando en un colegio en Roma —afirma Carolin Schmitz en Barberos, charlatanes y enfermos: la pluralidad médica de la España barroca percibida por el pícaro Estebanillo González—. Allí engaña a sus condiscípulos con unos polvos de "nacardina", de fabricación propia, ensalzándolos como remedio eficaz para mejorar la memoria. Con la anacardina hace referencia a la confectio anacardina o theodoricum anacardino, un remedio compuesto que parece citado en numerosos textos de materia médica de la época y cuyo principal ingrediente eran los anacardos. La principal virtud que se le atribuía era la de restituir la memoria. Así el producto que Estebanillo vendía no era inventado, sino un remedio veraz. Solo que el anarcardo era caro y raro, en cambio los remedios con los que los falsificaba Estebanillo eran baratos y de fácil acceso Fue en Sevilla donde Estebanillo empezó a desarrollar el oficio de charlatán. Es solo el inicio de una serie de episodios que, encadenados, muestran la carrera profesional de un montambanco, en la cual la teatralidad evoluciona desde los mínimos gestos hasta llegar a ser una representación teatral de varios componentes, como veremos más adelante. En Sevilla, por no ser necesaria ninguna licencia para la venta de agua mineral, se dedicó a vender fraudulentamente agua fría de un pozo cercano y a sus clientes les "hacía creer que era agua del Alameda" —un agua famosa por ser saludable y medicinal— "y para apoyar mejor mi mentira, ponía en el tapador un ramo pequeño [...] y con él daba muestras de venir donde no venía". Esa misma percepción de la credulidad de la gente se pone de manifiesto a continuación, cuando después del consumo del agua sufrían molestias como "dolor de tripas y mal de ceática", y no lo achacaban a ese remedio supuestamente medicinal, sino a otras causas o "desórdenes". En cambio, Estebanillo sabía perfectamente que el agua era nociva para la salud por la frialdad del pozo, lo que no le impedía venderla y satisfacer la demanda. Esta manera de representar la figura del charlatán coincide con la visión peyorativa que se mantiene, entre otros, en el discurso médico académico.
La estrecha relación de los montambancos con el mundo del teatro, la muestra Estebanillo en varias ocasiones, como en Sevilla, donde se iba todas las tardes al corral de comedias para vender el agua fría y, además, ejercer de alcahuete. Para aumentar sus beneficios, amplió pronto su gama de productos con jaboncillos de Bolonia para las manos, palillos de Moscovia y polvos de Oriente para limpiar los dientes. A continuación cuenta cómo "puse mi mesa de montambanco, y ayudándome del oficio de charlatán, ensalzaba mis drogas y encarecía la cura, y vendía caro". A pesar de la apariencia exótica de sus productos, Estebanillo continúa engañando a los enfermos, ya que eran de fabricación propia. El uso de lo exótico, otra de las características de los montambancos, era esencial para hacer buenos negocios, "porque" —como bien nos explica Estebanillo— "desestimando los españoles lo mucho bueno que encierra su patria, solo dan estima a raterías extranjeras". En lo que concierne al estilo de vida itinerante, algunos viajaban exclusivamente dentro de los límites de su región de origen y otros, como Estebanillo, recorrían toda Europa, cruzando fronteras de reinos y de idiomas. Es en Viena donde aparece por última vez como vendedor ambulante de medicamentos. Inspirado tal vez por el Carnaval, que celebraba la ciudad por entonces, Estebanillo despliega su salida a escena con una máxima teatralidad: se pone un disfraz, el de sacamuelas itinerante, y se sirve de un caballo para obtener un matiz aún más auténtico».
Aquellos reyes de la pseudociencia y medicine man resistieron hasta los años sesenta del siglo pasado (una imagen muestra a uno de los últimos trabajando en el Rastro madrileño en 1961), con la industrialización y el crecimiento vertiginoso de las ciudades y por el desplome de muchos pueblos.