«Nos temían como a la peste»: el Café de los bohemios y del anarquista Mateo Morral
/En 1923, cuando ya había echado el cierre, Ricardo Baroja recordó la importancia del Café de Levante, uno de los lugares más célebres para una generación gloriosa de escritores y poetas, filósofos y bohemios: «Muchas veces Valle-Inclán ha dicho: “El Café de Levante ha tenido más influencia en el arte y la literatura contemporánea que un par de Universidades y Academias”. Si se estamparan aquí los nombres que se sentaron en nuestro rincón quizás los lectores de La Pluma dieran la razón a Valle-Inclán». La lista es larguísima: el propio Ricardo Baroja y Valle-Inclán, Ángel Vivanco y Rafael Penagos, Azorín y José Gutiérrez Solana, Anselmo Miguel Nieto y Aurelio Arteta... Por allí pasaron revolucionarios rusos y nihilistas, pintores vanguardistas y simbolistas, teósofos, locos y suicidas. Valle-Inclán, entre otros, compartía sus opiniones esotéricas y místicas con el resto, ante la atenta mirada de José Moya del Pino, que igualmente estaba interesado en el ocultismo y el tarot.
Hacía ocho años que había cerrado sus puertas. Ahora, en su lugar, había una tienda de telas. En la prensa madrileña del mes de agosto del año 1915 se leyó este anuncio: «Se venden todos los enseres del café Nuevo de Levante, billar y licores finos». Poco antes, no obstante, se había desintegrado aquel grupo liderado por Valle-Inclán y que Cansinos Assens denominó «cátedra»: el estallido de la Primera Guerra Mundial los dividió entre germanófilos y aliadófilos. Valle-Inclán, por supuesto, apoyó a los aliados hasta el punto de que visitó el frente francés e incluso escribió intensas y dramáticas descripciones de los horrores que vio.
Castelao, uno de los asistentes, rememora a Valle-Inclán en el café: «Recuerdo aún con cierta emoción la primera vez que ví a Valle-Inclán. Fue en el viejo Café de Levante, ya desaparecido. Don Ramón erguía su magra silueta en medio de sus amigos, y en su noble cabeza de guerrero o santo de piedra, los ojos, tras las gafas de carey, tenían un fulgor de cobre. Hablaba de Santiago de Compostela, ciudad maravillosa donde vivió su mocedad turbulenta, y con encendida palabra iba describiendo el Pórtico de la Gloria del Maestro Mateo —suma teológica de los analfabetos y peregrinos gallegos— y evocando las obras ingenuas de los canteros picardos. Presidía con él este grupo, Ricardo Baroja, y los dos se complementaban como el cuerpo y el alma. Don Ramón era el espíritu. Baroja, la materia en su más noble acepción».
Allí se produjeron anécdotas como la que escribió el intelectual y republicano Mateo Hernández Barros en El oso y el madroño: «Hay un episodio formidable en la historia de aquella tertulia. Anita Delgado y su hermana, preciosas danzarinas malagueñas, fueron gloria de aquel Kursaal. Por entonces estaba en Madrid el maharajá de Kapurtala; todas las noches iba a ver a Anita Delgado, entusiasmado y prendado de ella. A sus requerimientos halló siempre la misma respuesta: o casamiento, o nada. Y entonces, en la tertulia de Nuevo Levante se armó la conspiración de facilitar aquella boda… Decía Valle Inclán: “Casamos a una española con un maharajá indio, va a India; allí a instancias de Anita el maharajá arma la sublevación contra los ingleses, libera la India y nos vengamos de Inglaterra que nos robó Gibraltar”».
O la intervención que un buen día de 1904 hizo Pío Baroja y que dejó a todos boquiabiertos. Lideraba Valle-Inclán y él escuchaba paciente. Tras un buen rato de discusión afirmó lo siguiente:
«La verdad es que en España hay siete clases de españoles… Sí, como oyen. Exactamente los mismos que pecados capitales tiene la Iglesia.
Los que no saben.
Los que no quieren saber.
Los que odian el saber.
Los que sufren por no saber.
Los que aparentan que saben.
Los que triunfan sin saber, y
Los que viven gracias a que los demás no saben. Estos últimos se llaman a sí mismos políticos y a veces hasta intelectuales».
Unamuno y Benito Pérez Galdós, presentes aquella noche, le aplaudieron.
Hubo un viejo y un nuevo Café de Levante. Ya en la primera mitad del siglo XIX hubo un primer Levante junto a la Puerta del Sol, que fue ensalzado por Mesonero Romanos: « [...] los ahumados y estrechos aposentos del Café de Levante (calle Alcalá, frente al Buen Suceso), donde engolfarse en una interminable partida de chanquete o ajedrez». Sin embargó, fue derribado debido a las obras de ampliación de la plaza. Concluida la nueva urbanización de Sol, se abrieron en su entorno dos nuevos cafés con este nombre: el Nuevo Café de Levante o Levante de Arenal, por ubicarse en el número 15 de esa calle, que se convertirá en legendario y al que se refiere Valle, y el Viejo Café de Levante, en el número 5 de la plaza de la Puerta del Sol.
La fama de malditismo y bohemia les precedía: «Los académicos, los consagrados, los profesores de centros de enseñanza oficial del arte, nos temían como a la peste», afirmó Ricardo Baroja. Sin embargo, en el Viejo Café de Levante, del que hoy tampoco queda rastro tras su cierre a mediados de los sesenta (en su lugar hay una tienda de ropa deportiva), se originaron círculos de pensadores y acaloradas tertulias, dirigidas a veces por el ímpetu y la inventiva de Ramón Gómez de la Serna. También se sabe que Ernesto Giménez Caballero fundó en sus sótanos la «Cripta de Don Quijote o de los libertadores de América».
En 1906, días antes del famoso atentado contra Alfonso XIII, aparece un joven que nadie conoce y que se suma con verdadera furia a las discusiones. Luego, cuando ya había arrojado las bombas, se supo su nombre: Mateo Morral. Ricardo Baroja y Valle-Inclán marcharon hasta el depósito de cadáveres, donde el segundo pudo entrar gracias a que el vigilante era seguidor de su obra. Allí, con gesto grave, ambos se miraron y afirmaron con la cabeza, reconociendo al tertuliano.