Orgullo y policía
/Alana Portero escribe sobre los abusos policiales sufridos por el colectivo LGTB a lo largo de su historia y reflexiona sobre la conveniencia de que los miembros de los cuerpos de seguridad participen o no del 28J como un colectivo más.
En los sesenta, en el barrio de Tenderloin, San Francisco, operaba un grupo de policías que se llamaba a sí mismo Tax squad. Estaba compuesto por agentes e inspectores de paisano y se dedicaban a acosar a las prostitutas de la zona, la mayoría negras, chicanas y trans. Inventaban cargos como «obstrucción del paso» o «caminar demasiado lento» para detener a sus presas y llevarlas a comisaría. El trato habitual consistía en raparles la cabeza, robarles el dinero, darles una paliza y someterlas a algún tipo de abuso sexual, dependiendo de cómo tuviera el día el agente en cuestión. La mayoría de estas mujeres habían huido de sus familias por miedo a las represalias por su condición trans. No era raro que aquella brigada contactase con las familias para devolverles a sus hijas y, finalmente, estas terminasen en centros psiquiátricos sometidas a terapias de conversión en el mejor de los casos y lobotomías en el peor.
En agosto de 1966, la policía entró a la Cafetería Compton de San Francisco y procedió a detener al azar a un par de trabajadoras sexuales de la zona. Las demás compañeras reaccionaron y los agentes tuvieron que salir huyendo.
Debido a algunos cambios demográficos causados por los primeros procesos de gentrificación de San Francisco, se concentró en Tenderloin prácticamente toda la población oprimida de la ciudad. Especialmente integrantes de los activismos negros, que, yendo mucho más allá de sus propias luchas, realizaron una enorme labor de concienciación de clase en el barrio e intervinieron decisivamente en muchos procesos de mejora de las vidas que no le importaban al sistema.
Cuando hay apoyos, hay orgullo. Una noche de primeros de agosto de 1966, un par de agentes de la Tax Squad entran en la cafetería Compton, lugar de reunión de las trabajadoras sexuales de la zona. Eligen una mesa y proceden a detener a un par de chicas escogidas al azar. Lo que sucede entonces no lo vieron venir. Un disturbio del que los agentes tienen que huir, una madrugada entera de enfrentamientos contra la policía, una herida supurando años de humillaciones, decenas de mujeres trans y racializadas rompiendo cristales, volcando coches de policía y plantando cara a sus abusadores.
Pese a que los periódicos obedecen las órdenes del gobernador del estado y no informan de los hechos, ese disturbio se transmite como una balada épica entre población LGTB, gente racializada, trabajadoras sexuales y lumpen de todo el país. Los estallidos del Black Cat y el mito fundacional de las luchas LGTB de Stonnewall Inn son consecuencia directa de esta primera revolución de Compton. Las tres, y las que vendrán, pivotan sobre el mismo eje: la autodefensa frente a la violencia policial.
La relación entre personas LGTB y policía siempre ha sido de desconfianza y pavor. Aún hoy, siendo LGTB, hay que mostrar una especie de actitud y fachada de respetabilidad para recibir un trato digno.
De los excesos de la brigada político social en España suele hablarse casi siempre en términos exclusivamente políticos, entendiendo lo político únicamente como lo partidista o asociativo.
Las vidas LGTB no tenían legislación a la que agarrarse durante el franquismo y el primer post-franquismo. Las detenciones por peligrosidad social no requerían prueba alguna, se levantaba un atestado y con él ante un juez previo paso por aquellos tétricos calabozos de pesadilla. La violencia, la burla y la humillación eran el trato habitual de las fuerzas y cuerpos de seguridad. El vacío de derechos como todo cuidado por parte del estado. Poca gente recuerda que la amnistía general del 77 nunca aplicó a personas LGTB y que la ley de peligrosidad social –aunque quedó bastante debilitada en sus aspectos más inhumanos entre 1979 y 1983– no terminó de derogarse en su totalidad hasta 1990.
La relación entre personas LGTB y policía siempre ha sido de desconfianza y pavor. Aún hoy, siendo LGTB, hay que mostrar una especie de actitud y fachada de respetabilidad para recibir un trato digno o para que, al menos, una visita a una comisaría no se convierta en una lotería que dependa de quién esté de guardia. La experiencia trans, por ejemplo, es difícilmente soportable si se tiene un aspecto poco normativo o la documentación sin cambiar. No suele haber lugar para las explicaciones. Todo es tensión, intimidación o burla. Tenemos aún presente ese vídeo de la policía de Benidorm vejando con total impunidad a una mujer trans en plena calle, haciéndolo, además, con la soltura de quien lo ha hecho más veces y grabándolo para compartirlo con los compañeros del cuerpo.
Por respeto y vergüenza tras décadas de violencia indiscriminada, mejor que la policía no se atreva a desfilar con nosotres el 28J. Hace falta mucha disculpa y mucha restitución.
La policía no es otra cosa que el cuerpo garante del estatus. Lo vemos estos días en Estados Unidos tan claro que parece un guion. Uno ya viejo, repetitivo, lacerante en su obviedad. Uno lleno de advertencias de los fantasmas de las personas negras caídas durante siglos a manos de cada cuerpo represor que haya existido. Un guion que puedes ver en tu barrio con el trato que recibe la población gitana respecto a ti misma. Uno que sufres en tus carnes respecto a una persona rica. Uno que se ha hecho decorado, paisaje y experiencia constante.
A menudo se intenta desactivar el discurso antipolicial desde la retórica barata que pregunta: ¿A quién vas a pedir ayuda cuando la necesites? Si me estoy ahogando en un pozo y no hay escaleras, ni mecanismos de elevación, ni más ayuda que una cuerda vieja que va a abrasarme las manos, usaré la cuerda, por supuesto, pero esto no significa que sea lo mejor para mí, es que no tengo otra posibilidad.
Todo el mundo tiene un conocido uniformado que es majísimo, claro que sí, pero un cuerpo no puede depender de comportamientos individuales, siempre habrá contrapartidas negativas al «buen policía» y esas son las que cuestan vidas. Mi postura es decididamente abolicionista de CFS y antimilitarista. Pero mientras vivamos en una sociedad burguesa, que al menos sea posible la revisión de quienes se supone que velan por nuestra seguridad. Que no haya puntos ciegos en las comisarías en los que dar rienda suelta a las pulsiones de los tipos duros, que no se pida la documentación a una persona negra llevándose la mano a la empuñadura del arma, que no exista nunca más la sensación de que poner una denuncia es casi una segunda agresión emocional. Y, desde luego, que por respeto y vergüenza tras décadas de violencia indiscriminada, no se atrevan a desfilar con nosotres llegado el 28J. Hace falta mucha disculpa y mucha restitución siquiera para contemplarlo. Y, quizá, tampoco.