El pintor con rayos X en los ojos
/Inventor de la 'Esqueletomaquia', el jerezano Carlos González Ragel retrató a conocidos personajes de España, desde El Quijote, Goya o el portero Zamora al general Franco, Ortega el bailarín o la cupletista y actriz Raquel Meller. Siempre con los huesos a flor de piel.
Nuestro protagonista, Carlos García Ragel, paseó su famélica figura por las calles de Jerez a mediados del siglo pasado, envuelto en una capa española cuyo rojo forro dejaba ver al cruzar uno de sus vuelos por el hombro, con dos calaveras plata y sendos huesos cruzados a modo de enganches. No es de extrañar que, debido a su huesudo semblante y afilado perfil, le sacaran parecido con el Conde Drácula, con quien compartía atuendo y costumbres noctámbulas, ni que algunos niños y señoras de entonces evitaran su encuentro. Así le describren los versos, a modo de semblanza, que le dedicó su amigo Juan Gotor: «Mefistófeles, flaco, anguloso e inquieto, embozado en su capa (calavera en el broche), que labora durante casi toda la noche, royendo los cartílagos de cualquier esqueleto. Eres un mago, astuto, moderno y complicado, que guardas un secreto de personalidad, y aunque quitas la carne, queda siempre el pecado prendido en la osamenta, (carné de identidad). Y por eso en tu obra nunca vemos la Muerte, y pierden su sentido los cirios y el blandón… Prometo no asombrarme si algún día he de verte, bebiéndote las copas dentro de un panteón. Y es que tú eres un mago radiólogo y humano que a la noche malpúrgica no has ido ni una vez… y empeñaste la bola de cristal embrujado por beberte unas copas de excelente Jerez. Tu obra es una síntesis inefable y aguda que tiene realidades de audaz vivisección. Tu talento contempla sentado como un Buda esa Esqueletomaquia de tu imaginación. Tu Arte prodigioso, ultraespìritualista, trota en raudo Pegaso allá en la estratosfera y has volado tan alto que has perdido de vista de la Vida y la Muerte, la mezquina frontera. Quiero con estos versos colocar en tu frente, la corona invisible de tu gran Monarquía. Tú eres un Rey, jocundo, creador eminente de tu país descarnado, que está en tu fantasía. Y ya que tu alta frente regia corona ostenta, permite a este vasallo que incline su osamenta».
Fotógrafo antes que pintor, el creador autoproclamado de la esqueletomaquia aspiraba al «Arte de ver más allá de lo que alcanzan nuestros ojos», esto es, al hueso. Por más que el término nos remita etimológicamente a una “batalla de esqueletos”, fue ideado por el propio artista con motivo de su primera exposición en 1931, probablemente pensando en algún reclamo para sus temas y escenas costumbristas protagonizadas por esqueletos. Más que retratos, se dirían radiografías de personas que, despojadas de su carne, resultaban perfectamente identificables por su constitución ósea. A tal fin, Ragel estudiaba con minuciosidad la fisonomía de sus modelos hasta el punto de quedarse mirando fijamente durante horas a una desconocida en una fiesta. «¿Se puede saber qué mira usted?», preguntaba ella, afeándole el descaro. «A su preciosa mandíbula, señora», le respondía el artista llegado el caso.
Sin proponérselo conscientemente, Ragel caricaturizó con precisión su época, y sus propias crisis personales reflejaron las vicisitudes históricas del país en el que vivió.
Aunque también podríamos emparentar su arte con el de Goya (a quién llegó a retratar con cadavérico efecto), Zuloaga o Evaristo Valle, posiblemente encontremos mayor afinidad con la España Negra pintada por Solana: los disciplinantes y las procesiones, las alegorías de la muerte, los cristos crucificados, las corridas de toros… Especialmente certero resulta en ese sentido, el retrato del torero Juan Belmonte, perfilado en el momento de entrar a matar un toro inmortalizado también como un esqueleto. Aquí no se trata ya de enfrentar la muerte sino de burlarla, como haría el diestro un Domingo de Pasión, treinta años más tarde, en su cortijo utrerano de Gómez Cardeña después de repasar el ganado por última vez y encerrarse en su despacho para dispararse con una pequeña pistola que conservaba desde su juventud. La religión y la tauromaquia tienen en la muerte a su protagonista; si la primera culmina en la muerte del Crucificado; la de la segunda recae sobre el toro, el caballo o el torero. «La emoción de un auténtico andaluz —se admiraba el pintor Antonio Méndez Casal— que ha visto el día en un ambiente a todas horas preocupado con la idea de la Muerte». Un memento mori arraigado en la superstición y la liturgia, y que es capaz de elevar el sentir popular a la categoría de símbolo para afrontar la muerte con un humor que resultaría desconcertante en otras latitudes.
En un momento de genialidad absoluta, pintó con su propia hemorragia el capote y la sangre del toro.
Podría decirse que aunque no conocía a José Guadalupe Posada, Ragel personificó a la perfección el carácter popular de la obra del artista mexicano. Sin proponérselo conscientemente, caricaturizó con precisión su época, y sus propias crisis personales reflejaron las vicisitudes históricas del país en el que vivió: las primeras crisis durante la dictadura de Primo de Ribera, la euforia creativa en los años republicanos, la desesperación y el confinamiento psiquiátrico durante y después de la Guerra Civil. Al preguntarle la razón por la que sus “danzas de la muerte” solían estar protagonizadas por gente de la farándula, cantaores flamencos y gitanas, el autor se escudaba en la imperiosa necesidad de mantener alejada de su obra cualquier sombra de pesimismo. «La castiza juerga, con abundancia de vino, que ha de encender el ánimo, y con la presencia de mujeres bellas, graciosamente ataviadas y maestras en el donaire y la agudeza rápida, exige, si ha de ser completa, la actuación de cantaores que, con la voz quejumbrosa, entristezca el ambiente entonando coplas macabras. ¿Habrá algo más paradójicamente humorístico que una reunión de gentes, convocada para divertirse, y en la que los concurrentes se deleitan sumergiéndose en tristeza y, en más de un caso, llorando a raudales?».
Los propios Domecq se rindieron al artista y le agasajaron con un banquete en su caseta del recinto ferial en 1931, para el que el homenajeado dibujó la cartela del menú: un clásico esqueleto de los suyos, con una botella de vino en su huesuda mano... y, al fondo, un nicho, con su respectiva botellita en la lápida y esta inscripción: «RIP. Reservado para Carlos González Ragel». De aquella ocurrencia surgirían futuros encargos para algunas bodegas como diseñador de etiquetas de vinos y licores, la mayoría para Luis García Delgado de la Calle, quien aportó una de sus esqueletomaquias como escaparate publicitario de Los Gabrieles, considerada la taberna más golfa de Madrid y que pusiera de moda el cantaor Antonio Chacón. Pintados en mosaicos, puede verse a una Pastora Imperio esqueletizada junto al guitarrista Perico “el del Lunar”, vecino de Cazuela Baja. Otro esqueleto sobresale por una ventana para llenar el catavino que, abajo, sobre una lápida sostiene en su ataúd el mismísimo Ragel.
Un ‘memento mori’ arraigado en la superstición y la liturgia, capaz de elevar el sentir popular a la categoría de símbolo.
Como suele ocurrir en estos casos, si nos dejamos llevar por su biografía, corremos peligro de que nos devore el personaje. A la edad de tres años, Carlitos ganó un concurso de belleza de una revista gráfica que le reconoció como «el niño más guapo de España». Tras el prematuro fallecimiento de su madre, aprendió el oficio de fotógrafo de su padre y, una vez acabados los estudios primarios, se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de Jerez, destacando desde muy joven por su buena mano en el dibujo. Cuando su hermano mayor Diego, que ya era un magnífico fotógrafo, abrió su propio estudio en Madrid, Carlos acudió presto a la llamada de la bohemia y se involucró fácilmente en el entorno cultural y aristocrático de la época, entablando amistad con el hijo de Joaquín Sorolla o con el pintor Mariano Benlliure. En parte es gracias a ellos como consigue que el Museo Nacional de Arte Moderno le organice su primera exposición de esqueletomaquias días antes de proclamarse la República.
Pero no adelantemos acontecimientos: muerto su padre, Carlos regresó a Jerez para hacerse cargo de un negocio que o bien abre tarde o permanece cerrado todo el día. Las juergas constantes agravaron su adicción al alcohol y terminaron haciendo mella en su salud mental, lo que le llevó a ser ingresado en varios psiquiátricos a mediados de los años treinta. Entre medias contrajo matrimonio con Amalia Montero Revilla, a quien llamaba «mi mujer y mi loquera». Entre los muchos regalos que les hicieron sus amigos, destacan unos versos dedicados que les mandaron los Hermanos Álvarez Quintero: «Vaya la enhorabuena más colmada por su pronta y feliz calaverada. Como dijo Rubén [Darío] y acertó en eso, la mejor musa es... la de carne y hueso». A pesar de las penalidades que habría de soportar, Amalia fue además el sostén económico de la familia, dedicándose a la venta, por las casas, de artículos de joyería que le facilitaban sus conocidos. Todavía se conservan algunos de los esqueletos garabateados por Ragel en servilletas con los que "pagaba" por sus consumiciones en las tabernas. En cierta ocasión, mientras remataba el esbozo de un torero dando un pase de pecho, se quedó sin punta en el lápiz. Lo afiló con una pequeña navaja, se cortó en el dedo sin querer y, en un momento de genialidad absoluta, pintó con su propia hemorragia el capote y la sangre del toro.
Anécdotas como esta le grajearon fama de excéntrico y extravagante, cuando no de alguien que no estaba en sus cabales. Y razones no faltaron para enemistarlo con el vecindario. Su hermano Diego que había fundado junto con otros fotógrafos la Unión de Reporteros Gráficos de Guerra y, siempre aliado con el bando republicano, se había visto involucrado en 1936 antes de la victoria fascista, en el famoso caso del Oro del Moscú. Su misión fue documentar fotográficamente los documentos de aquella operación, lo cuales destruyó en parte con el nuevo régimen. Curiosamente terminó trabajando para el Banco de España en 1941, tras esclarecer los hechos y gracias a su deseo de trabajar allí y a la recuperación de algunos de los negativos que entregó al nuevo Ministerio de Hacienda. En cambio, Carlos dilapidaba el dinero que conseguía en los tabancos y, cargado de deudas, su situación económica siempre fue muy precaria. Durante sus últimos años en Jerez, decoró una casa a la que bautizó como Villa Esqueletomaquia. Se jactaba de que en su miseria no le faltaba de nada, y pintó las paredes con toda clase de manjares e incluso una criada de trampantojo. A menudo se le veía cantando arias desde su balcón o paseando a un perro desquiciado con un collar de chorizos.
Ragel siguió exponiendo pero tanto el alcoholismo como la psicosis maníaco-depresiva que padecía afectaron en gran medida a su producción plástica. Terminó sus días en la residencia de San Juan de Dios en Ciempozuelos, donde fue ingresado en 1957. Parecía encontrarse bastante animado, aunque de él brotaba cierta euforia que, en ocasiones, se convertía en iracundia, agresividad, desconfianza y suspicacia. Había dejado la bebida y se sentía a sus anchas, con el sustento asegurado y disponiendo de libertad para hacer lo que quisiera. Drácula volvió a ser don Carlos y su pasión por la la pintura le consumió hasta su muerte, el 28 de noviembre de 1969, somatizada en una insuficiencia cardíaca y una tuberculosis pulmonar.
Como cabría esperar, los verdaderos muertos vivientes de esta historia eran otros, y mucho más feroces. Corría el año 1937 cuando, en plena Guerra Civil y con Sevilla ocupada por los fascistas, Ragel expuso sus cuadros en el local que los Sres. Mauris regentaban en la Avenida Queipo de Llano número 13. Estaba previsto que el general en persona acudiera a inaugurarla, y su plantón avivó la cólera del jerezano. Al día siguiente, sus lienzos amanecieron sobre el suelo «para que la gente tenga que ponerse en pompa para admirarlos». Sus retratos del general Franco y el propio Queipo de Llano, que encarnan la muerte alzándose sobre las pilas de cadáveres que se amontonaban en las calles, evocan el rebuzno hostil atribuido a Millán Astray: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Posiblemente sean los desnudos más realistas y atroces; el verdadero esqueleto en el armario, la herida abierta del trauma.