Rutinas
/«Acabo de llegar a casa después de un par de noches en vela cuidando, tengo un rato para tomarme un café mirando al infinito y elegir entre limpiar la cocina o ponerme a escribir. Ahora me vendría de vicio una de esas siestas de 90 minutos que se pegaba Balzac a las ocho de la mañana, o una de las de Thomas Mann después de comer, que paralizaban la actividad de la casa entera para no despertar al gran mago»
POR ALANA PORTERO
Es cierto que, cuando no se tiene, la rutina es un lugar feliz. Releía estos días Rituales cotidianos, de Mason Currey, editado por Turner y traducido por José Adrián Vitier. Un compendio de rutinas de célebres creadores muy entretenido y agradable de leer. Siempre he tenido debilidad por los detalles pedestres de las grandes figuras culturales, desde las precisas anotaciones de Thomas Mann en sus diarios sobre su actividad intestinal, las medias borracheras en soledad de Philip Larkin al atardecer o la inolvidable soflama de Auden: «solo los Hitlers de este mundo trabajan de noche, ningún artista honrado lo hace».
Parece que Schiller necesitaba que uno de los cajones de su escritorio estuviese lleno de manzanas en descomposición porque su aroma putrefacto le animaba el espíritu creativo.
Tolstói, Thomas Mann y Stephen King
Tolstói y Stephen King pertenecen a la escuela de los estoicos, como Auden, su fórmula consiste en escribir cada día, sin excepción. Bien imponiéndose un objetivo en palabras, bien en horas frente a la mesa de trabajo. Umberto Eco confesaba ser incapaz de seguir una rutina y escribía a impulsos, según necesidad; Andy Warhol casi no hacía nada en todo el día mas que irse de compras, abrir correspondencia y leer revistas. De Erik Satie se dice que pasó la mayor parte de su vida caminando, a pasitos cortos y con frecuentes paradas, desde Acueil hasta París, ida y vuelta cada día, 20 kilómetros en total. Se atribuye una influencia de su particular caminar al tempo de sus obras.
«Excepto en casos concretos, la historia de la creación artística y literaria es un compendio de actividades burguesas o producto de la división sexual del trabajo, divertidas de leer, pero un poco menos divertidas de analizar»
De casi todos ellos podemos decir que podían permitirse una u otra rutina, tal o cual particularidad, porque iban a mesa puesta, cama hecha y ropa limpia. Sus horas de trabajo eran sacrosantas para sus familias —si las tenían—, nos han dejado un enorme repertorio de curiosidades gracias a que, más o menos apretados de dinero, en el fondo no tenían otra cosa que hacer.
Toni Morrison, Sylvia Plath y Ursula K. Le Guin con uno de sus hijos
Alice Munro aprovechaba las siestas de sus hijas para sentarse un rato a escribir; si alguien de la familia o algún vecino creía oportuno acudir a ella para solucionar alguna eventualidad, no había problema en interrumpirla, para todos era un ama de casa con un pasatiempo. Cuando sus hijas estuvieron escolarizadas, pudo permitirse alquilar un pequeñísimo estudio para dedicar algunas horas a la literatura cada día, las interrupciones, el consenso de que lo que hacía era una cosa de poca importancia y un casero cotilla, hicieron que ese pequeño esfuerzo no mereciera la pena y dejase el estudio para volver a escribir en casa.
Toni Morrison tenía que compaginar la crianza de sus dos hijos y su trabajo con sus labores literarias. No empezó a escribir novelas hasta los 40 años, cuando sus hijos eran lo suficientemente autónomos como para poder disfrutar de algunas horas en soledad. Solía hacerlo al amanecer, dos o tres horas antes de encargarse del desayuno e ir a trabajar. Ella describía su relación con la escritura como «extenuante».
«Generalmente, detrás de un gran escritor hay una señora pasando el mocho, acunando bebés o encargándose de la gran rutina familiar»
Pienso en Ursula K. Leguin celebrando su primer premio Hugo saliendo por la puerta de atrás de su casa a mirar las estrellas, justo después de recoger la cena y acostar a sus hijos. Un momento de silencio para ella sola. Pienso en Jane Austen que, aunque de buena posición, tenía que esconder sus escritos de las visitas y ponerse a bordar para no levantar habladurías. Pienso en Sylvia Plath, exhausta y empobrecida, luchando cada día de su vida por encontrar un tiempo en soledad. Solo separada de Ted Hughes logró encontrar ese espacio para sí misma, una rutina que le funcionaba y que le hizo sentirse escritora. Años de lucha contra los elementos se interpusieron en su camino y apenas disfrutó de aquella libertad creativa unos meses.
Excepto en casos concretos, la historia de la creación artística y literaria es un compendio de actividades burguesas o producto de la división sexual del trabajo, divertidas de leer, pero un poco menos divertidas de analizar. Generalmente, detrás de un gran escritor hay una señora pasando el mocho, acunando bebés o encargándose de la gran rutina familiar.
Acabo de llegar a casa después de un par de noches en vela cuidando, tengo un rato para tomarme un café mirando al infinito y elegir entre limpiar la cocina o ponerme a escribir. Ahora me vendría de vicio una de esas siestas de 90 minutos que se pegaba Balzac a las ocho de la mañana, o una de las de Thomas Mann después de comer, que paralizaban la actividad de la casa entera para no despertar al gran mago.
Parece que hoy tampoco va a haber suerte y no escribiré el artículo del día perfectamente vestida, dando sorbitos de café mientras miro por la ventana y suspiro. Una pena.
Imagen de la portada: Alice Munro en su casa de Canadá (2013). Fotografía: Ian Willms, The New York Times