Turismo «extremo» en el París de los Apaches

En todo París, hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial, los apaches reinaron con una fiereza inusitada. Considerados como el «Ejército del Crimen» por la prensa y la policía, tuvieron en jaque a las autoridades y despertaron en los franceses y medio mundo una fascinación inaudita. Protagonizaron duros y multitudinarios choques con la policía, que crearon sus propias brigadas antiapache, en pleno centro y contaron con un arsenal de armas. Los apaches salían en la prensa y de ellos se decía que eran los reyes de la noche y el baile. El cine los catapultó a una fama que nunca buscaron. Pero llegó un momento en que se creó un fenómeno de imitación. A partir de la Primera Guerra Mundial, los primeros apaches han desaparecido de las calles, la mayoría muertos, huídos o encarcelados. Los bajos fondos imitan su estilo, pero también jóvenes acomodados. Son réplicas, copias menos dañinas.

Aquella espiral de atracción por el hampa y los bajos fondos produjo en París un negocio que hoy nos parece increíble e insólito: se crearon agencias de turismo que, por una módica cifra, te llevaban por la «noche apache». Se ofrecían como agencias que garantizaban una noche «junto al peligro», acudiendo a los barrios del hampón francés, las tabernas en penumbras y los callejones oscuros. Surgían las navajas y las pistolas.

En España, este nuevo negocio apareció recogido en el periódico Nuevo Mundo en un artículo publicado el 3 de febrero de 1932 bajo el llamativo título de «Apaches ful y ¡turismo ingenuo! Cómo se explota en París la candidez del viajero».

Una artista llamada Camila Ixo demandó a una de estas agencias por incumplimiento de contrato. «Las tales agencias —afirmaba la noticia— prometen a su clientela eventual, en sugestivos prospectos, hacerle conocer la sórdida vida nocturna de la capital, sin excluir los escondrijos del hampa en las tenebrosas catacumbas donde raras veces se aventura la policía en sus cotidianas razzias en busca de apaches, heroínas del arroyo y maleantes de toda laya».

Al caer la noche, no paraban de llegar coches de burgueses a los peores barrios de la ciudad: «Al filo de media noche, los monstruosos autocars abarrotados de tipos pintorescos, rumbo a los bajos fondos de la urbe. Lo que no se sabía, y ahora se ha sabido, es que las repugnantes escenas de vicio, depravación y miseria que presenciaban, las luchas de apaches y de prostitutas en el hediondo cobijo de una taberna subterránea mal alumbrada por lámparas de petróleo, no eran otra cosa que pura farsa».

Las agencias contrataron actores y actrices que, como la demandante Camila Ixo, representaban escenas de altercados y violencia. Incluso habían policías convertidos en actores que en el momento oportuno hacían su aparición y los turistas/espectadores lograban huir por la puerta trasera. «Lo dramático y lo trágico no era lo que se contemplaba en la visita turística, reglamentariamente interrumpida en el momento oportuno por varios policías. Lo espeluznante del sensacional espectáculo organizado para proporcionar un escalofrío de horror a la gregaria comitiva [...] ninfas del arroyo, asesinos, policías y coro general, a los que se remuneraba con jornales irrisorios».

El papel de Camila Ixo era exigente y debía ser muy bien interpretado. Ixo hacía de «leona del Barrio Mouffetard», que comprendía las «danzas obscenas, sola o con pareja, una escena de embriaguez y una riña con el apache jefe de la banda».

Además, según afirmó Ixo, los vestidos, que acaban convertidos en harapos por la agresividad de la interpretación, debían ser costeados por ellos mismos. Un desastre. La cuenta, simplemente, no salía.