«No es un peligro muy grande»: cocaína, morfina y cabarets
/La noche, en la España de los años veinte, era un territorio extraño y con frecuencia prohibido. En ciudades como Barcelona o Madrid, entre muchas otras, se vivía una auténtica fiebre de cabarets y music halls. La mayoría de las veces, los locales estaban envueltos en polémicas. Hasta allí acudía un universo extraño y variopinto: bohemios, dandys, delincuentes, matones o escritores. Gran parte de las crónicas hablan de noches de descontrol que solían terminar en peleas y la aparición de la policía. Los artistas se juntaban con los hampones, y viceversa.
La época también era conocida por la cocaína y morfina, habituales en los locales franceses. Aquella moda llegó a España, e inmediatamente se asoció con las grandes orquestas o las bandas de jazz. Y con los cabarets. La reacción por parte de periódicos conservadores y autoridades fue criminalizar a estos locales y quienes acudían a ellos.
La prohibición de la cocaína empezó en el año veinte. Sin embargo, el consumo no se redujo, sino todo lo contrario. Al año siguiente, el Consejo Técnico Nacional de la Restricción de Estupefacientes empezó a funcionar, dictando unas disposiciones que dificultaban la venta de droga y formando a agentes especiales. Pero la cocaína y la morfina se conseguían de mil formas. Podían comprarse en muchos cabarets y music halls, pero también existió una red de suministradoras que eran vendedoras de décimos de lotería, cajetillas de tabaco inglés, floristas, verduleras o vendedoras callejeras de castañas calientes, que camuflaban la droga en sus productos.
En julio de 1921 el periódico valenciano Las Provincias publicó una serie de artículos del doctor José Sanchís Bergón, presidente del Colegio de Médicos de Valencia, contra la cocaína, la morfina y los cabarets.
Sanchís Bergón intentaba dar un aire científico a la criminalización. Pero casi todo el mundo estaba conectado con aquel mundo, incluidos los hijos de los personajes más poderosos y también siniestros de la época, como el Ministro de la Gobernación, el represor general Martínez Anido, que tenía una hija morfinómana y habitual de los cabarets barceloneses.
Tras esta campaña se registró un progresivo endurecimiento de la legislación y un incremento de la represión policial, especialmente tras el golpe de estado del general Primo de Rivera. Se practicaron registros y se detuvo a decenas de personas, la mayoría, boticarios y farmacéuticos. Esta campaña fue contestada por el periodista alicantino Carlos Esplá, quien publicó en la primera plana del diario republicano El Pueblo, los días 13 y 14 de julio de 1921, dos artículos antiprohibicionistas absolutamente brillantes y valientes.
El primero, «No es un peligro muy grande», es grandioso:
«Parece ser que las autoridades valencianas se han enterado ya de que algunos jóvenes "bien" y ciertas señoritas de cabaret hacen gran consumo de cocaína y morfina, cosa que vienen haciendo desde hace unos ocho años, así no será de extrañar que dentro de otros ocho años la policía española se entere de que no ha detenido aún a Casanellas. Lo cierto es que el Colegio Médico ha denunciado seriamente el peligro que corre nuestra juventud alegre si no abandona esos horribles vicios. Yo creo que se ha exagerado algo acerca de este asunto y que la cocaína y la morfina han cometido tan solo la horrible falta de llegar a nuestro puerto con algún retraso. España importa los vicios de Francia y a Valencia llegan en el expreso de Barcelona. Por esto pudo darse el caso de que cuando en París nadie tomaba ya cocaína, empezó a tomarse en Barcelona, y cuando desertó este culto de la trágica capital catalana, hizo su aparición en Valencia. Esas drogas no vienen en buques fantásticos del misterioso Oriente —como opina el Inspector provincial de Sanidad—; saltaron del Ba-ta-clán parisino al Palace barcelonés, y, de este, a los cabarets valencianos. Pasado algún tiempo llegó su olor al Palacio del Temple... Como se ve ha sido muy lenta la marcha de ese progreso envenenador, lo que demuestra que Valencia vive con un retraso, en este interesante aspecto social, de cerca de veinte años y que las modas llegan a nuestra ciudad con una lentitud incalificable. En una población donde los serenos cantan la hora y los hombres se bañan separados de las mujeres, la noticia de que algunos jóvenes trasnochadores y generosos de su propia vida y ciertas señoritas oxigenadas se consagran a ingerir drogas exóticas y envenenadoras, debe producir una terrible conmoción. Por eso los hombres que nos creemos igualmente alejados del bien y del mal debemos advertir que no existe un gran peligro para la sociedad y que se trata, al parecer, de un feroz complot contra la integridad del cabaret, que no se comprende sin cocaína, como no se comprende el templo sin incienso. Se intenta, pues, una formidable ofensiva contra la vida pecadora, amable y literaria de los alegres refugios nocturnos, que la moda, con criminal retraso, ha implantado ¡al fin! en nuestra ciudad. Se trata, sencillamente de una obra de moralización, contra la que debemos estar prevenidos. Si nuestros hombres de orden tuviesen un sentido práctico de la realidad, en vez de combatir el vicio de la cocaína, lo fomentarían hasta hacerla de uso general, con lo que se haría una obra social de innegable utilidad y se evitarían muchas huelgas. Sabido es que estos conflictos de carácter económico tienen por origen el hambre de los obreros. Y la cocaína es un "alimento de ahorro". Todo el mundo sabe que los obreros argentinos que huían en busca de las salitreras de Chile, atravesando el desierto interminable, mascaban para creerse alimentados, durante la travesía, hojas de coca. Blasco Ibáñez habla de esto en El préstamo de la difunta. Nuestros hombres de orden debieron enterarse de esto y obligar a los obreros a tomar cocaína, con lo que no tendrían hambre ni necesidad de hacer huelgas. La cocaína podría, pues, ser un remedio eficaz contra el terrorismo y esa energía momentánea que hoy da a sus iniciados y que les permite estar tres días de juerga sin dormir, podría servir como excelente terapéutica social y vendría a sustituir a la Acción Ciudadana y a los Somatenes.
Pero, mientras tanto, respetemos a los heroicos consumidores actuales de esas drogas maléficas, pues no lo son por placer, que no lo sienten, sino por un noble espíritu de sacrificio, ya que mantienen en nuestra ciudad un ambiente de cosmopolitismo y de pecado incompatible con el afán que sentimos los valencianos de consumir grandes cantidades de horchata líquida. Por lo tanto, creo injusta su persecución, aunque, claro está, no me decido a solicitar para ellos una recompensa»
El segundo de ellos, todavía más perspicaz, se titulaba «Otra dosis de cocaína»:
«Un gran amigo mío, formidable consumidor de cocaína, me censura que haya defendido públicamente su vicio. Esto no es cierto; yo no he defendido a los cocainómanos. Me he limitado a advertir la posibilidad de que la campaña que ahora se hace tuviera una finalidad moralizadora, contra la que convenía estar preparados. Vivimos unos momentos terriblemente moralizadores y hasta un escritor de talento y sentido liberal admirables ha llegado a proponer la previa censura literaria para matar la producción de novelas pornográficas y hemos corrido el peligro de vernos privados de la lectura de las Mil y una noches y del Cantar de los cantares. Mi pluma se movió, pues, contra un peligro moralizante y lo hizo tan ingenuamente como cuando defendió que las artistas saliesen al escenario sin "mallot"; por entender que el desnudo en el teatro habría de escandalizar a la tropa de orden y sotana, igual que el vicio en el cabaret. Por lo demás, la cocainomanía me parece una estupidez menos peligrosa que la afición taurina, ya que produce menos víctimas. Una prueba bien clara de mi aserto es que, desde que echaron la bendición a la nueva enfermería de la plaza de Toros, el doctor Serra ha tenido que intervenir en cuarenta y tres casos y certificar tres defunciones. Tal vez este alarmante tributo a la muerte obedezca más a la bendición de la enfermería que a la calidad inhumana de la fiesta, pero lo cierto es que en un plazo igual la cocaína no ha producido tan gran número de víctimas. Y esto debiera ser también, por los mismos motivos, objeto de estudio para el Colegio Médico. Mi aparente defensa de la cocainomanía estriba en que sus víctimas no son forzadas, y en esto he de reconocer que tampoco lo son las de los toros. Con no tomar cocaína —que en el argot de sus devotos tiene los nombres de "polvitos", "cocó", "margarita", "truco" y "pienso", siendo este último el más exacto en relación con los consumidores— o no ser torero, se ahuyenta todo el peligro posible, es decir, que se evita con más facilidad que el de una infección intestinal o el permanente y terrible de los cables aéreos y desnudos de los tranvías eléctricos. Este carácter espontáneo y voluntario de la víctima es, por lo menos, respetable; sobre todo cuando se sacrifica para dar a nuestra ciudad un aspecto de cosmopolitismo exótico y alucinante. Cuando llevamos al "cabaret" a un amigo de una ciudad a la que no ha llegado todavía la droga misteriosa, sentimos cierta superioridad diciéndole: "¿Ves aquella rubia escuálida y aquel joven ojeroso que parece que se huela la uña? Están tomando cocaína. Es un veneno terrible. Se están matando. Las grandes ciudades tienen misterios espantosos...". Nuestro amigo pasa unos momentos de angustia, como si hubiera visto a Sacha Goudine y a Mado Minti en la trágica danza del "Opium" y acaba por admirar nuestro heroísmo que nos hace convivir sonrientes con tan oscuros y torturantes peligros. Esta tenue satisfacción de un momento —mientras el "jazz-band" enloquece a nuestro amigo— nos la han proporcionado esos jóvenes valerosos a quienes la cocaína pone la boca amarga, la lengua de corcho, la nariz encarnada, los labios hinchados, una mirada de embobamiento en los ojos y una llamarada de locura en el cerebro, como a la deliciosa heroína de Duvernois, el dramático cantor de "Montmartre". Claro está que este repugnante "paraíso artificial" no lo descubrimos a nuestro ingenuo amigo, que sigue admirándonos porque vivimos sin miedo en una ciudad donde hay cabarets, música infernal de "jazz-band", tifus, viruela, cables eléctricos por los aires, artistas que bailan sin medias, mataderos de burros, tres mil autos, motos y camiones y jóvenes elegantes que se matan lentamente tomando cocaína».