Una cerveza Crowley a la salud de La Bestia
/El mismísimo Charles Dickens, en uno de los periódicos que dirigía, menciona el nombre de Crowley. Lo que viene a decir es que, a mediados del siglo XIX, en Londres era habitual tomarte un sándwich junto a una buena pinta en las cervecerías que la familia Crowley tenía y donde se servía su propia cerveza. Edward Crowley, padre de Aleister, heredó de su padre, también llamado Edward, una próspera empresa cervecera que, además, introdujo y popularizó acompañar un buen trago con un sandwich de jamón o queso, algo tremendamente popular sobre todo entre los oficinistas, que pagaban unos cuatro peniques por todo.
La familia era estricta y rígida, algo así como «hombres piadosos», todos ellos pertenecientes a la secta de la Hermandad de Plymouth. Trabajaron duro y abrieron varios locales en Croydon y Alton.
El negocio cervecero había continuado la labor de Alton Brewery, maestro cervecero que desde 1763 contaba con su propia fábrica de cervezas. Sin embargo, en 1821 pasó a manos del clan Crowley, concretamente a Abraham Crowley. Edward, el padre de Aleister, se retiró y decidió no continuar con la empresa, pero para entonces esta ya había dado grandes beneficios. No estaba interesado en el alcohol, sino en el final de los tiempos y la resurrección, y fue autor de numerosos panfletos que alertaban de la inminencia de un desastre.
Aleister se crió con toda clase de lujos, pero acabó dilapidando la fortuna: «Me enseñaron a esperar todos los lujos posibles —cuenta el propio Aleister en su autobiografía—. Nada era demasiado bueno para mí... Cuando entré en poder de mi fortuna (a los veintiún años) no estaba preparado en absoluto para usarla con la prudencia habitual, y todos los vicios inherentes a mi educación encontraron el terreno apropiado para desarrollarse».
En la actualidad, las botellas de cerveza Crowley son perseguidas por los coleccionistas, thelemitas o no.