Valle-Inclán, los gnomos y el tesoro escondido
/Dos grandes, Valle-Inclán y el teósofo y sabio Mario Roso de Luna, y un tesoro escondido. «No quiero la opulencia, amigo Mario —le decía Valle a Roso de Luna—, sino un decoroso bienestar. Ayúdeme a localizar uno de esos tesoros», es una de las grandes frases que aparecen en la novela de Ramón J. Sender El verdugo afable (1952), donde recoge un curioso encuentro entre dos hombres que escribieron parte de la historia de su tiempo.
Ambos eran buenos amigos. Roso de Luna dedicó De gentes de otro mundo (1917), perteneciente a su monumental Biblioteca de las Maravillas, a Valle-Inclán y, este, a su vez, admiraba al sabio y nunca ocultó su fascinación por el mundo esotérico. Roso de Luna, con fama de adivino y ocultista con capacidades mágicas (Ramón y Cajal, lo describió como «nuestro elocuente escritor y simpático brujo»), fue consultado por su colega Valle-Inclán sobre un misterioso tesoro. Valle-Inclán, que se encontraba en una situación económica precaria, le preguntó mediante una carta acerca de un tesoro que había permanecido oculto durante siglos. Roso de Luna, sin dudarlo, aseguró que no andaba descaminado: el tesoro existía y había pertenecido a un rey moro de Guadalajara: «Guadalajara quiere decir en árabe “río del excremento”, pero no todo lo que llevaba el río era escoria. Tuvo también oro», añadió. Además, para feliz sorpresa de su amigo, indicó su ubicación exacta: entre el río y la arboleda antiguamente conocida como Morabito de Abd-Ala. Sin embargo, la alegría de Valle-Inclán duró muy poco. Había problemas, escollos importantes:
«Sí —dijo Roso de Luna —. Hay siete gnomos».
«Debí figurármelo. Siete. ¿Y los gnomos se muestran propicios?».
«Hasta ahora, sí, don Ramón. Pero hay que esperar».
Al parecer, el Mago de Logrosán, como era conocido Roso de Luna, sí que había tenido una revelación, pero en esta se aseguraba que Valle-Inclán, una vez localizado el botín, haría un mal uso de la fortuna. «Roso de Luna —escribió Ramón J. Sender— insistió en que no podía poner en manos de Valle-Inclán una fortuna sabiendo que iba a hacer de ella un uso irregular. El mago, gordo, pequeño, sonrosado, con la punta del cigarrillo turco iluminando a cada inhalación la tenacita de plata, con los ojos pequeños y brillantes, parecía una especie de superintendente secreto y universal de los gnomos».
Valle-Inclán fue un empedernido buscador de tesoros. Devoto de El libro magno de San Cipriano (1892), un grimorio muy célebre en la época, intentó hallar más de un tesoro siguiendo los consejos de este. El libro está atribuido a San Cipriano de Antioquia, y buena parte de este se dedica a hacer referencias a legendarios tesoros, incluyendo también, en muchas de sus ediciones, una lista de tesoros del Reino de Galicia y de partes de Portugal, con localizaciones detalladas de dónde encontrarlos.
Ricardo Baroja, que fue quien sacó a relucir esta sorprendente historia que le había contado el mismo J. Sender en una de sus visitas al Ateneo de Madrid, comentó los infructuosos esfuerzos de Valle-Inclán por hacer fortuna gracias al mundo oculto. Pero incluso lo invisible tiene sus desagradables sorpresas y no siempre sale todo como uno desearía: cuando no erraba en sus cálculos, estaba custodiado por malvados gnomos.