España, Bajos Fondos (2): La oleada suicida

El drama de los llamados «últimos de Filipinas» no fue realmente el último. España había perdido su antiguo imperio. Los soldados, a pesar de las noticias publicadas en la prensa en las que se recogían supuestos halagadores recibimientos, fueron cayendo en el olvido. Con el desastre en Cuba sucedió algo similar. Diariamente se veían españoles mendigando en las calles de La Habana. Soñaban con el regreso, pero no tenían dinero: «Muchos militares, empleados civiles, viudas, españoles de toda clase en la miseria más espantosa, piden repatriación. Ruego V. E. por caridad patriotismo se les conceda pasaje plazo prudencial», describe un telegrama de las autoridades cubanas. Los que aún no habían podido marcharse, sufrían en muchas ocasiones el sentimiento antiespañol, siendo agredidos o asesinados, como sucedió en el crimen del 10 de junio de 1899, en San Antonio de los Baños, en donde se produjo el asesinato de un súbdito español. A raíz de ello, el marqués de Argüelles describió la situación en la isla, sobre todo en los pueblos del interior, de odio hacia lo español.

Llegada a Valencia de soldados repatriados

Llegada a Valencia de soldados repatriados

Eran una presencia incómoda: regresaron como «perdedores», el excedente humano de la última guerra. No retornaron (los que volvieron lo hicieron hacinados en barcos; los que desertaron fueron fusilados al otro lado del mar) como héroes. Algunos llegaron mutilados o al borde de la locura. Otros estaban gravemente enfermos de fiebre amarilla y vómito negro, como los que llegaron a Sevilla, algunos de los cuales murieron inmediatamente en los hospitales o nada más llegar a sus pueblos de origen.

Un soldado repatriado desciende del barco en camilla

Un soldado repatriado desciende del barco en camilla

Habían experimentado unas extremas situaciones de violencia sanguinaria, de matanzas a cara descubierta. Ahora, una vez que España se quedaba en sus fronteras naturales, los soldados debían reintegrarse a la vida civil. Pero no había trabajo para ellos y, además, el Gobierno se negaba a pagar los salarios atrasados a aquella milicia harapienta. «Dentro de poco habrá en Madrid unos 12.000 repatriados [narró el periódico El Globo el 20 de febrero de 1899] que al tenerse que ganar el pan diariamente hacen dificilísima la vida del jornalero, ya que las obras no aumentan con arreglo al número de brazos que requieren ocupación».

Soldados españoles en Filipinas

Soldados españoles en Filipinas

Fue entonces cuando comenzó a producirse un sorprendente fenómeno: una verdadera oleada suicida. En las grandes ciudades, semanalmente, los repatriados aparecían en las páginas de sucesos: «Ayer intentó suicidarse, arrojándose al estanque del Retiro un hombre de cuarenta años, repatriado de Cuba, donde sirvió en la Guardia Civil [contó El País el 25 de junio de 1900]. El hambre fue la causas de que el infeliz atentara contra su vida, tal era el deseo que tenía de suicidarse, que se ató los pies y las manos, arrojándose después al estanque». Para los revolucionarios, que habían abogado por la libertad de Cuba y la salida del ejército español, estos eran discriminados como clase «traidora». Por tanto, ni tan siquiera el proletariado los acogía. Vicente Blasco Ibáñez protestó varias veces en la prensa, con artículo como «Españoles de tercera», donde denunció el estado en que volvían los soldados españoles a la península: «Esos infelices que regresan a la península enflaquecidos, bronceados por el sol tropical, con los ojos brillantes por la fiebre y las enjutas carnes forradas de rayadillo, hábito de la gran orden mendicante del sacrificio anónimo, son más españoles que todos nosotros, pues su amor a la patria lo han demostrado con hechos, no con vociferaciones de café y berridos a coro entonando “La Marcha de Cádiz” [...]. Sin embargo, esos infelices españoles, dignos de todo respeto, pues son las únicas víctimas de las locuras patrioteras y de los errores gubernamentales, víctimas continúan siendo al poner el pie en la península; pero no por desdichas nacionales inevitables, sino de olvidos voluntarios, de indiferencias que, si fuese permitido llamar las cosas por su nombre, debían calificarse de estafas».

Para muchos la única opción era la de morirse de hambre o perder la cordura, o buscar una salida al aprieto económico. Muchos, al tener que decidir, se integraron en el hampa, en el mundo de las apuestas y las casas de juego, los robos y las estafas, o como simples matones a sueldo, tal y como indicó El Diario de Murcia, en agosto de 1898. Denunciaba el retraso y las deudas del Estado con los soldados que habían regresado y la tentación del crimen: «Que ese dinero sea instrumento de bienestar para el que los reciba, no alimento o excitación para el vicio, es una necesidad social ineludible. Una guerra como la de Cuba, en que no se combate, es una causa de profunda desmoralización para los caracteres. En vez de educar y fortalecer las voluntades, las relaja por completo. Los que regresan de ella, más que para reanudar el trabajo y la vida que antes hicieran, vienen preparados para holgar viciosamente, tanto más cuanto que a ello han de excitarles los obsequios de sus parientes y amigos, el espíritu romancesco de la raza y nuestra verbosidad habitual, para la que es excelente campo el relato de las aventuras pasadas o soñadas. Pues si no se mira de qué suerte se ha de entregar el dinero a estos hombres, del cincuenta por ciento de ellos se puede asegurar que cuanto cojan irá a parar a la casa del juego o a la taberna, y que cuando el dinero se les acabe, serán vagos de las ciudades, reclutas para la hampa en que prosperan todos los vicios, y de donde salen todos los disturbios».

En los sucesivos años, muchos antiguos combatientes fueron entrando en organizaciones criminales, bandas de ladrones o realizando trabajos como matones. Se los veía deambular por las calles, a las puertas de las casas de juego o vestidos al estilo apache.