Cultura quinqui y orgullo de barrio
/En sus primeros conciertos, La Banda Trapera del Río se presentaban diciendo: «Somos de los bloques verdes, la única zona verde de Cornellà». Pero no estaban solos. En la periferia de las grandes ciudades, el clima se había vuelto irrespirable y la delincuencia, el paro juvenil y la falta de oportunidades formaron parte de un paisaje que contó con su propia banda sonora.
«La gente le tenía mucho miedo a Cornellà», afirma Paco Pérez. «Los que nos criamos allí lo veíamos una cosa natural, pero en cuanto le decías a alguien de dónde eras, se acojonaban». El barrio de San Ildefonso (Cornellà de Llobregat) fue proyectado sobre plano en los años sesenta como una solución habitacional a corto plazo para descongestionar el núcleo urbano de Barcelona. Su condición de “ciudad satélite”, subordinada a las necesidades del eje central, representa una de las constantes de las políticas sociales del tardofranquismo. «Todos éramos hijos de emigrantes y veíamos el porvenir muy negro. Como mucho, sabíamos que podíamos acabar trabajando en una fábrica, como nuestros padres, y jubilarnos al cabo de 40 años con un reloj de regalo en premio a los servicios prestados a la empresa. O sea, que la cosa daba asco. Por eso empezamos a hacer canciones explicando cómo estaba el patio, qué era aquello en lo que no nos queríamos convertir...», recuerda su amigo Morfi Grei, vocalista de La Banda Trapera del Río. Imposible olvidar las constantes inundaciones provocadas por el desbordamiento del río Llobregat y que a punto estuvieron de destrozar la ciudad en 1971: «Todas las calles eran de tierra y cuando llovía se formaba un lodazal. Veías a las ratas correteando por ahí». Así salieron canciones como Curriqui de barrio o Ciutat podrida, tema de amor-odio a su Cornellá natal y una de las pocas piezas del punk rock barcelonés interpretadas en catalán.
El Barrio como tal se convirtió en sinónimo de patria chica; una frontera identitaria, pero excluyente, que otorgaba cierto sentido de pertenencia a quienes lo habitaban. Tras el éxodo rural de posguerra, floreció un cordón industrial que transformaría el paisaje del extrarradio: colmenas de cemento habitadas por la mano de obra barata llegada en masa desde el sur para trabajar en la construcción y en las fábricas. Pisos de protección oficial construidos deprisa y corriendo, de baja calidad, que se levantaron en el vacío: no había nada en los márgenes de las grandes ciudades, ni guarderías ni dispensario ni asfalto. «El metro al lado de casa/ pero de barro hasta el pantalón», vociferaban.
«Todas las calles eran de tierra y cuando llovía se formaba un lodazal. Veías a las ratas correteando por ahí»
También en el madrileño barrio de Vallecas el eco rabioso de los bloques contrastaba con la luminosidad de los descampados, dando la impresión de una libertad que en realidad era desamparo. «Durante el franquismo, decir que vivías en Puente de Vallecas era estigmatizarte», señala la socióloga Matilde Fernández Montes. «De hecho, la gente que iba a trabajar a Madrid vestían botas de plástico, conocidas como katiuskas, para no llenarse de barro. Al llegar a la estación las escondían, o bien en bolsas de plástico o en los quioscos de periódicos que había a la salida del metro para ocultar que procedían de las chabolas de Vallecas». A las familias que habitaron estos barrios les fue imposible prosperar económicamente y a la dejadez del gobierno ante los crecientes problemas que iban surgiendo, los barrios de la periferia se convirtieron en verdaderos guetos contraculturales. Y aquellos adolescentes, auténticos “hijos del agobio” criados en el desarraigo, aglutinaron el descontento, las carencias, el grito pelado del extrarradio. Su pasotismo se infiltró en la música de los Burning, del primer Joaquín Sabina y sobre todo en la rumba como nueva forma de emancipación.
«Vallecas fue fundado por un aluvión de inmigrantes andaluces, extremeños y manchegos», explica el periodista Alberto Urrutia Valenzuela. «En el proceso de asentamiento necesitaban una compensación afectiva lo suficientemente fuerte y se trajeron consigo la música de su tierra, fundamentalmente es el flamenco». Pero ese fuerte vínculo ya no sobrevive para la siguiente generación, pertenecientes a otro contexto social y musical. Para los adolescentes, eran tiempos de billares y recreativos, de calzadas llenas de socavones. De motes como el Torete, el Jaro, el Pirri y el Pesicolo, que llevaba el paquete de rubio metido en el calcetín; en el fondo, hijos todos de campesinos deslocalizados. Los quinquis adoptaron la jerga de los mercheros que malvivían del negocio de la quincalla y la chatarra derivó en metáfora subcultural en los albores del heavy metal.
Sociólogos como Roberto Robles Valencia y Eduardo Matos-Martín han visto en la denominada “cultura quinqui”, punto por punto, la antítesis de “La Movida”. Cuando Felipe González llegó al poder en 1982, España necesitaba remozar su imagen de país gris, oscuro y dictatorial y proyectar una imagen moderna, aperturista y de diseño. Con este proyecto en mente a las autoridades culturales de los primeros gobiernos socialistas les interesó mucho apropiarse y potenciar el cine de Almodóvar, los pelos de colores de Alaska y, en general, todo lo que tenía que ver con proyectar una imagen de país joven y democrático, desconectado de la noche oscura del franquismo.
En la época dorada de TVE, Curro Jiménez tomaba evocaba las hazañas del enemigo público del franquismo, Eleuterio Sánchez “El Lute”, para entonces ya convertido en un icono popular por Boney M, mientras Los Chichos le dedicaban a Juan José Moreno Cuenca sus inmortales versos: «Tú eres El Vaquilla, alegre bandolero». Todavía perviven en nuestro imaginario colectivo las pintorescas estampas del cine de Jose Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia donde sus jóvenes delincuentes representaban la cara oculta, la conciencia invisibilizada de una democracia todavía en vías de desarrollo. El suyo era otra clase de caballo, a pecho descubierto. Al amparo de los entornos marginales de clase obrera, la música se vive más que se contempla. Captura el ambiente del barrio y apela al placer del baile, pintando con realismo, sin moralina y utilizando palabras de la calle un paisaje de precariedad social, delincuencia juvenil y traiciones del corazón. Este tipo de rumba es, ciertamente, música “quinqui”, sólo que de una época y lugar muy determinados, extrapolable a las rimas del rap y el trap actuales.
Para los adolescentes, eran tiempos de billares y recreativos, de calzadas llenas de socavones. De motes como el Torete, el Jaro, el Pirri y el Pesicolo, que llevaba el paquete de rubio metido en el calcetín; en el fondo, hijos todos de campesinos deslocalizados.
De jarana por las discotecas de las barriadas de antaño, la rumba más canalla alternaba con el pop de Miguel Bosé y las baladas de Los Pecos y Camilo Sesto. Fue José Luis de Carlos, en nombre de la compañía discográfica CBS, quién lo bautizó como Sonido de Caño Roto, señalando la zona más marginal del madrileño barrio de Carabanchel como la cuna epicentro de una nueva escena musical. La novedosa convivencia entre guitarras eléctricas, órganos hammond y palmas rumberas acercó los palos tradicionales del flamenco al sonido Motown y allanó el camino al gipsy rock que Las Grecas y Veneno popularizaron a finales de los años setenta.
El ejemplo más sintomático de la revolución rumbera lo protagonizaron Los Chorbos, en cuyas filas encontramos a un jovencísimo Manzanita quien, con apenas 19 años, desmontó los esquemas tradicionales de la jerga caló y arrimó el soul a la rítmica del fandango. Vuelvo a casa fue uno de sus más osados melocotonazos: la historia de un padre que regresa a su hogar pidiendo el perdón de una familia a la que abandonó para irse con otra, sigue sonando ultramoderna al estar grabada con la misma base del Papa Was a Rollin' Stone de The Temptations.
Canciones como Quiero ser libre o Ni más ni menos (1975) hicieron destacar a Los Chichos como punta de lanza del movimiento. En 1974 publicaron su primer disco de estudio, arreglado por José Torregrosa y con mayor influencia del rock sinfónico. El grupo también contaba con un nombre propio, El Jero, malogrado poeta callejero que supo impregnar sus composiciones de un sentido de la realidad crudo y directo. Reciclando para sus exitosas letras buena parte del imaginario suburbial, con canciones que trataban sobre el desamor y la delincuencia, los hermanos Salazar recogieron el testigo del mestizaje como Los Chunguitos. De entre su dilatadísima discografía, brilla con especial intensidad Me quedo contigo (1980), en parte gracias a su aparición en el prestigioso film Deprisa, Deprisa (Carlos Saura, 1981) galardonado con un Oso de Oro en la Berlinale.
Que los cambios sociales siempre han estado estrechamente ligados a la música es algo que a estas alturas nadie debería poner en duda. Tampoco que durante los años setenta, la reivindicación de las libertades y los cantos de autor y de izquierda iban de la mano. Es el ejemplo de Luis Pastor, cronista oficioso del movimiento vecinal de Vallecas contra el Plan Parcial de Urbanismo que amenazó con dejar sin hogares a cientos de familias. «La canción se titulaba Vallecas 75 y fue censurada», recuerda Pastor en una entrevista cuarenta años más tarde. «Así que la rebautizamos como Vengan a ver, por si ese día el censor estaba despistado y colaba. El caso es que funcionó». Su segundo elepé, publicado en 1976 por el sello Moviplay, sentó los cimientos simbólicos de una comunidad que se construyó a sí misma «entre casas de pobreza, en calles sin asfalto, aunque en Vallecas había huertas y campos de trigo».
El Barrio como tal se convirtió en sinónimo de patria chica; una frontera identitaria, pero excluyente, que otorgaba cierto sentido de pertenencia a quienes lo habitaban
Lo que vendría en denominarse como “el rock de la Transición” llegaría poco tiempo más tarde, impulsado por el sello discográfico Chapa Discos que el periodista musical Vicente Mariskal Romero había fundado apenas un año antes. Fue el primero en pinchar en la radio las primeras maquetas de los grupos de rock españoles que formarían parte del recopilatorio ¡Viva el rollo! (1975). «Pertenecíamos a la misma discográfica que editaba a Los Brincos y Mocedades. Aunque Zafiro era propiedad del Opus Dei, nos permitió mantener un sello de rock en español, siempre que no les diéramos problemas ni pisáramos los despachos. Por eso me convertí yo en productor», asegura Mariskal. En aquellos años, gritar “¡Viva el rollo!” equivalía a proclamar “¡Viva la libertad!”. No se podía verbalizar de manera explícita, pero sí se podía tararear en forma de canción. «Éramos muy hippies y muy rojos», reconoce José Luis Jiménez, bajista y cantante de Asfalto, y más tarde fundador de Topo. En su canción más popular, Capitán Trueno, invitaban al héroe de las viñetas a que se volviera de carne y hueso para ayudarles a romper las cadenas del franquismo. «El rock fue muy importante para la caída de la dictadura. Mi generación hizo el trabajo duro mientras los de la Movida se sentaban en las terrazas a tomarse las copas y aportando lo mínimo».
Aquella primera hornada de rockeros urbanos discrepaba de los tímidos logros democráticos de los años del gobierno de Adolfo Suárez y los primeros de Felipe González. En Cuentos de ayer y de hoy (1978), por ejemplo, los madrileños Ñu entonaban su particular canto a la ecología y el pacifismo, anticipándose al debate sobre la energía nuclear y el polémico ingreso de España en la OTAN. En palabras del guitarrista Rosendo Mercado, se trataba de echarle coraje, de tomar al toro de la rabia y del aburrimiento por los cuernos. «Éramos de Madrid, pero por delante iba el sentimiento, aunque no fuera positivo. Es que Madrid era una porquería». Tras abandonar el grupo ese mismo año, publica su primer sencillo con Leño, bajo el título de Este Madrid (1978), que un año después formará parte del debut homónimo de la banda. Su demoledor estribillo será coreado durante décadas en sus multitudinarios conciertos en solitario: «Es una mierda este Madrid, que ni las ratas pueden vivir». Y de aquellos barros, estos lodos.