Don Quijote cabalga de nuevo
/Una colección de veinticinco postales conmemorativas del tercer centenario de Don Quijote de La Mancha reinventó sus episodios más famosos para los lectores de comienzos del siglo XX.
En las divertidas ilustraciones de Pedro de Rojas publicadas en 1905, vemos al Caballero de la Triste Figura conduciendo un automóvil, cargando contra los molinos desde un globo aerostático y enfrentándose a uno de los leones que custodian las puertas del Congreso de los Diputados. Haciendo gala de un anacronismo desmitificador que retrató la realidad del momento en clave cervantina, la serie forma parte de una larga tradición iconográfica que adaptó las andanzas del personaje a los usos y costumbres de la época en las que fueron publicadas.
Distanciándose de la corriente neoclásica con la que los editores y biógrafos del siglo XVIII pretendieron canonizar a Cervantes, sacrificando gran parte de su sentido del humor e ironía, las viñetas de Rojas cargaron las tintas en los episodios más cómicos de la obra original, haciéndola más atractiva para los lectores contemporáneos. Al actualizarla, no solo reivindicó su vigencia literaria y artística. También visibilizó las contradicciones de una España que preservaba sus vínculos con el pasado y ansiaba el progreso.
Al actualizarla, no solo reivindicó su vigencia literaria y artística. También visibilizó las contradicciones de una España que preservaba sus vínculos con el pasado y ansiaba el progreso.
«Una España que se sueña eterna, pero que vive en el tiempo», descrita por Azorín en La ruta del Quijote (1951) como una encrucijada geográfica y mental que obsesionó a los autores de la Generación del 98 y que, a grandes rasgos, no parece haber cambiado tanto desde entonces. Acusado de ser un autor reacio a la modernidad, Azorín no se considera un caballero andante, pero su existencia es «un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados». Tampoco se ve como un héroe, sino más bien «un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada». Un testigo de la frustración de una nación que mira hacia atrás, intentando comprender las causas de su decadencia, desánimo y escaso aprecio por sí misma.
«Y entiende bien, Sancho, que nada tengo en contra del progreso y la modernidad»
Si prestamos atención a los motivos centrales de las postales de Rojas, encontraremos paralelismos con el Don Quijote imaginado por Orson Welles. Aunque el cineasta nunca terminó su película, su visión ha perdurado en el imaginario de quienes siguieron sus pasos. El montaje estrenado en 1992 fracasó a la hora de condensar más de treinta años de trabajo en apenas dos horas de metraje. «A mi modo de ver, Orson no quería terminar el Quijote –reconoció su amigo y colaborador Jesús Franco– Deseaba conservar ese proyecto como algo propio, que viviera con él; como una ilusión, un sueño que nunca podría culminar». Welles conocía bien la novela, y quiso mantenerse fiel a su espíritu. Pero también sabía que la idealista concepción del mundo de don Quijote la haría arremeter contra la pantalla del cine para defender a la heroína del film proyectado; defendería al toro contra el picador en una corrida de toros, y embestiría con Rocinante contra una potente excavadora. Un último episodio, que nunca llegó a rodarse, mostraría la explosión de la bomba H.
«¡He ahí de nuevo esos endemoniados instrumentos de lente insomne y memoria infausta! –se lamenta el Quijote de Welles– Benditos siglos aquellos que carecieron de estos aborrecibles instrumentos, haciendo como hacen de lo falso verdadero y de lo verdadero falso. Y entiende bien, Sancho, que nada tengo en contra del progreso y la modernidad. Nada en contra de que unos cohetes vayan a la luna, lugar de la poesía, y que tú me has propuesto infelizmente visitar. El mal está en el ser humano, por hacerse esclavo de las infames máquinas. Vamos, Sancho. Quizá en la luna haya sitio para la caballería andante».