El asalto al Cuartel de la Montaña contado por Arturo Barea, Paulino Masip y las fotos de la BNE

El 20 de julio de 1936 los soldados leales a la República y los ciudadanos de Madrid sitiaron el Cuartel de la Montaña, en manos de los fascistas, y protagonizaron el primer gran combate de la Guerra Civil.

El 18 de julio de 1936, se produjo el Golpe de Estado contra la Segunda República que dio lugar a la Guerra Civil. Durante los primeros días del levantamiento, diferentes ciudades españolas fueron escenario de combates y escaramuzas entre aquellos que eran leales al gobierno legítimo y los que se habían sumado a la rebelión fascista.

Una de esas ciudades fue Madrid donde, el 19 de julio, un grupo de militares sublevados se atrincheraron en el Cuartel de la Montaña. Situado en la zona de Príncipe Pío, el cuartel era la sede del Regimiento de Infantería «Covadonga» número cuatro y estaba bajo el mando del coronel Moisés Serra Bartolomé, oficial afín a la rebelión que, cuando el día antes fue conminado por el Ministro de la guerra a entregar los 45.000 cerrojos de fusil que estaban en el cuartel, se negó.

A lo largo del día 19 y de la mañana del 20, militares fascistas, militantes falangistas y simpatizantes de la rebelión fueron acercándose al cuartel. Entre ellos estaban el General Fanjul, que llegó de paisano para no ser reconocido y que, una vez dentro, se hizo cargo del acuartelamiento por tener mayor rango que Serra Bartolomé.

Cuando se descubrió que los fascistas se estaban haciendo fuertes en el cuartel, soldados afines a la República y ciudadanos de Madrid se acercaron al lugar y sitiaron el cuartel, dando lugar a uno de los primero enfrentamientos de la Guerra que, tal vez por ello, también es de los más recordados.

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De hecho, son varios los escritores que fueron testigos delos hechos y que los refieren en sus libros. Entre ellos están Arturo Barea en La Llama (tercera parte de la Forja de un Rebelde) y Paulino Masip en El diario de Hamlet García. El primero, narra el asedio de forma heroica; el segundo, opta por mostrar la cobardía de los rebeldes a través del personaje de un cuñado militar, borracho y tarambana.

A continuación, recordamos lo acontecido en el Cuartel de la Montaña a través de estos dos autores y de las fotografías tomadas el 20 de julio de 1936 y que obran en poder de la Biblioteca Nacional de España.

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EL DIARIO DE HAMLET GARCÍA. Paulino Masip.

Me detengo junto a un escaparate. Curioseo los títulos. Es verdad. Tenemos rebelión militar. Una más en la historia de España. De pronto la sombra de una cabeza se proyecta sobre mi periódico. Busco con la vista al propietario y mi asombro es grande cuando encuentro a Sebastián, el militar, primo de mi mujer.

—Soy yo —me dice con voz cavernosa—. No hagas gestos. Cógeme del brazo y vamos andando.

Le obedezco. Damos unos pasos. Observo que Sebastián vuelve de vez en vez la vista hacia atrás con disimulo, a decir verdad, bastante mal fingido.

—Estoy seguro de que me siguen y no me conviene ir sólo. Acompáñame un rato.

Te dejaré en seguida, no te preocupes. Ya sé que no eres hombre para estos trotes y por eso no te pido que me escondas en tu casa. Aunque podría exigírtelo porque tú eres de los nuestros quieras o no quieras.

Otra racha de miradas furtivas y el militar prosigue.

[…]

Mi cabeza se resiste a creer tanta insensatez. Está loco —pienso—; pero en ese instante me abraza y acerca tanto su boca a mi cara que su aliento me da la clave. ¡Está simplemente, borracho! Andando, andando, hemos llegado a la plaza de la Independencia esquina a la calle Serrano. No puedo más y quiero desasirme. No me deja. Forcejeamos.

—¡O te vas o grito! —le amenazo.

Palidece. Su rostro se descompone e inicia las muecas del llanto. Sus dedos se agarrotan, convulsos, sobre mi brazo.

—¡No me abandones, Hamlet, por lo que más quieras! ¡Ay, tú no sabes lo que son estos compromisos de honor! Estoy citado con otros sublevados en el Cuartel de la Montaña y no sé cómo ir sin despertar sospechas. Tengo miedo de que me cojan en la puerta y me maten. ¡Qué sacrificios exige la patria! Los que no vestís el honroso uniforme no sabéis a cuánto obliga. Ya sé que mañana todo habrá cambiado y será la gloria, pero hoy es terrible. Las piernas se niegan a sostenerme. Te debo la vida, Hamlet. Si no te encuentro a tiempo no sé lo que hubiera hecho. Estaba a punto de ponerme a gritar: «¡Yo también soy un sublevado!». ¡Cómo pesa esta responsabilidad! ¡Tú eres mi sostén, Hamlet, no me dejes! Te lo pido por favor. ¿No te llenas de orgullo? ¡Un militar que pide auxilio a un paisano! He dejado en casa a mi mujer y a mis chicos. ¡Pobrecillos! No saben nada. Mañana sabrán que tienen un padre digno de la historia. Me ha dado mucha pena la despedida. ¿Y si no los vuelvo a ver, Hamlet? No lo quiero pensar. También sería mala pata con lo bien dispuesto que está todo. Yo creo que no sonará ni un tiro. En cuanto este gobierno de mangantes se entere de que todas las fuerzas armadas de mar, tierra y aire están, como yo estoy ahora (sin querer sonrío), sublevadas y archisublevadas, apretarán a correr como conejos. Y si resisten, peor para ellos, ¡los fusilaremos! (En voz muy baja). Y si no resisten, pero no escapan a tiempo, también los fusilaremos. Está firmado. Yo he puesto mi firma, debajo del documento. Sebastián García del Portal, con todas las letras. ¿Tú crees que se atreverán a resistir? Son muy capaces porque aquello del diez de agosto los tiene muy envalentonados. Óyelo bien, Hamlet: entonces serán reos de un crimen de lesa patria. ¿Has oído tú algo? Están asustaditos, ¿verdad? A veces me dan lástima… Si me matan, ¿qué harán mis hijitos? A ti te los encomiendo, Hamlet. Edúcalos en las leyes del honor y en la memoria de su padre, que murió por la patria en cumplimiento de un deber sacrosanto… ¡Quiérelos mucho,

Hamlet, quiérelos! ¡Pobres hijitos míos!

El borracho rompe a llorar sobre mi hombro, con hipos profundos. Yo lo soporto mitad conmovido, mitad irritado. No sé qué hacer. Tirarlo en mitad de la calle me parece crueldad excesiva, aunque bien ganada. Urge, sin embargo, tomar una decisión porque la escena es insostenible. Un taxi que pasa me da la salida. Lo detengo, abro la portezuela, empujo al sublevado, lo empujo enérgicamente porque intenta resistir con la inercia de los ebrios, entro yo tras él, cierro y ordeno:

A la plaza de España.

El taxi arranca. El militar solloza, acurrucado en un rincón.

—¿Qué haces conmigo, Hamlet, qué haces conmigo?

No estoy dispuesto a contestarle. No me conozco. Siento dentro de mí una fuerza y una pasión insospechadas. El espectáculo me ha sacado de quicio y me hallo dispuesto a cualquier disparate. Diría que el primo de mi mujer me ha contagiado su borrachera.

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LA LLAMA (LA FORJA DE UN REBELDE III). Arturo Barea.

-¿Adónde vais?

-Al Cuartel de la Montaña. La cosa se está poniendo seria allí.

-Me voy con vosotros.

En la plaza de España, los guardias de asalto detuvieron el coche.

Me fui andando hacia la calle de Ferraz.

El cuartel, en realidad tres diferentes cuarteles, forma un edificio inmenso en la cima de un cerro bajo. En su frente hay un ancho glacis en el cual tiene cabida para ejercicios conjuntos un regimiento. Esta terraza se une a la calle de Ferraz por una pendiente rápida en uno de sus extremos, y en el opuesto se corta bruscamente sobre la estación del ferrocarril del Norte.

Un grueso parapeto de piedra corre a todo lo largo de una pared vertical de cinco o seis metros, sobre una explanada inferior que separa el cuartel de los jardines de la calle de Ferraz. Por la parte posterior, el edificio domina la ancha avenida del Paseo de Rosales y los campos que rodean la ciudad al suroeste y al norte. El Cuartel de la Montaña es una fortaleza.

De la dirección del cuartel llegaba un crepitar de disparos de fusil. En la esquina de la plaza de España y la calle de Ferraz un grupo de guardias de asalto estaba cargando sus carabinas al abrigo de una pared. Entre los árboles y los bancos del jardín había una multitud de gente tumbada o en cuclillas. Surgía de ellos una oleada furiosa de tiros y gritos que se extendían a lo lejos, hacia el cuartel, por otros a quienes yo no podía ver. Debía haber un círculo de millares alrededor del edificio. La acera opuesta a los jardines, batida por las ventanas del cuartel, estaba desierta.

Un aeroplano, volando a gran altura, venía hacia el cuartel. La gente gritaba:

–¡Es uno de los nuestros!

El día antes, el domingo –aquel domingo en que muchos nos hemos ido al campo, pensando disipada la tormenta–, grupos de oficiales en los dos aeródromos cercanos a Madrid habían intentado sublevarse, pero habían sido sometidos por fuerzas leales.

La máquina voló en una curva amplia y comenzó a descender, hasta que me fue imposible verla más. Unos momentos después temblaba la tierra y el aire. Después de dejar caer sus bombas, el avión se alejó. La multitud se volvió loca de júbilo, muchos de los que estaban en los jardines se enderezaron manoteando y tirando al aire las gorras. Un hombre estaba haciendo una pirueta cuando se desplomó. El cuartel disparaba, y el tableteo de las ametralladoras se impuso sobre todos los ruidos.

Un grupo compacto, chillando y gritando, apareció en el otro extremo de la plaza de España. Cuando el grupo llegó a nuestra esquina, vi que en medio de él llegaba un camión con un cañón de setenta y cinco milímetros. Un oficial de asalto comenzó a dar órdenes para descargar el cañón. La gente no escuchó.

Cientos de personas se lanzaron sobre el camión como si fueran a devorarlo y lo hicieron desaparecer bajo su masa, como desaparece un trozo de carne podrida bajo un enjambre de moscas. Y en un momento el cañón estaba en tierra, sostenido a pulso, por brazos y hombros.

Se enderezó el oficial en lo alto y gritó pidiendo silencio:

–Ahora, tan pronto como yo haya disparado, tenéis que arrastrar el cañón tan de prisa como podáis, y ponerle allí. –Señalaba el otro extremo de los jardines–. Pero no os vayáis a matar vosotros mismos... Tenemos que hacerles creer que tenemos muchos cañones. Y los que no vayan a ayudar que se quiten de en medio.

Disparó el cañón, y antes de que hubiera terminado su retroceso la masa de gente lo hacía rodar con estrépito doscientos metros más allá. Volvió a estallar el cañón y a recomenzar su rodar loco sobre el empedrado, dejando tras él un reguero de hombres brincando sobre un pie y gritando de dolor; las ruedas pasaban sobre los pies de los hombres. Una rociada de ametralladora se estrelló inmediata a nosotros. Me refugié en los jardines y me dejé caer dentro de un grueso tronco de árbol, justamente al lado de dos obreros tumbados en el césped.

¿Por qué diablos estaba yo allí y qué pintaba sin una mala arma en mis manos?

Uno de los dos hombres delante de mí se enderezó sobre sus hombros. Tenía empuñado con ambas manos un revólver y apoyaba el cañón contra el tronco del árbol. Era un revólver antiguo y enorme, con cañón niquelado y un punto de mira como una espuela. El tambor con los cartuchos era un bulto deforme sobre las dos manos agarrotadas en la culata. El hombre arrimó peligrosamente la cara al arma y tiró trabajosamente del gatillo. Le sacudió una explosión violenta y una oleada de humo espeso y agrio hizo un halo sobre su cabeza. Su compañero le sacudió un hombro:

Ahora déjame tirar un tiro.

La explosión casi me hizo saltar sobre mis pies. Estábamos a doscientos metros del cuartel y el frente del edificio estaba oculto por la masa de árboles del jardín. ¿A quién creían estar tirando aquellos dos locos?

El que había disparado se volvió:

–No me da la gana. El revólver es mío.

El otro blasfemó:

–¡Déjame tirar un tiro, por tu madre!

–No me da la gana. Ya te lo he dicho. Si me matan, el revólver es tuyo. Si no, te conformas con mirar.

Se volvió el otro. Tenía una navaja en la mano, la hoja casi tan grande como un machete, y la levantó sobre el trasero de su amigo:

–¡Déjame el revólver o te pincho! –Y comenzó a clavar la punta del arma en las carnes del otro. El hombre saltó y chilló:

–¡Tú, que me has pinchado de verdad!

–¡Para que veas! O me dejas el revólver o te hago un agujero.

–Toma, aquí lo tienes. Pero sujétalo bien, porque da coces,

–¿Te crees que soy un idiota?

Como si estuviera siguiendo un rito, el hombre se levantó sobre sus codos y engarfió la culata con ambas manos, tan ceremoniosa y deliberadamente que casi parecía una plegaria. El cañón niquelado se elevaba lentamente.

–Bueno, ¡acaba ya! –gritó el propietario del revólver. El otro volvió la cabeza:

–Ahora te esperas, es mi turno. Les tengo que enseñar yo a estos hijos de mala madre. Otra vez nos sacudió la explosión y otra vez nos hizo carraspear el humo acre que se pegaba a la tierra a nuestro alrededor.

Las explosiones de los morteros y el tableteo de las ametralladoras seguían en el cuartel. De cuando en cuando, el cañón rugía a espaldas nuestras, una bala hacía zumbar el aire y la explosión resonaba en la distancia. Miré al reloj: las diez. ¡Era imposible!

Se hizo un silencio seguido por una explosión de alaridos. A través de la confusa batahola se iban formando las palabras:

–¡Se rinden! ¡Bandera blanca!

Los hombres se iban incorporando. Por vez primera me fijé que había muchas mujeres también. Todos echaron a correr en dirección al cuartel. Me arrastraban y corrí con ellos.

Podía ver ahora la doble escalera de piedras en el centro del parapeto. Era una doble masa negra de gentes vociferando que se empujaban unos a otros hacia lo alto. En la explanada superior, otra masa densa de seres humanos bloqueaba la escalera.

Un furioso tableteo de ametralladora cortó el aire. Con un grito sobrehumano, la multitud trató de dispersarse. El cuartel vomitaba metralla por todas sus ventanas. Volvieron a sonar los morteros, ahora más cercanos, con trallazos secos. Duró unos breves minutos, entre la ola de gritos más horrible que nunca.

¿Quién dio la orden de ataque?

Una masa sólida y viva de cuerpos se movió hacia adelante como una catapulta, hacia el cuartel, hacia la cuesta de entrada de la calle Ferraz, hacia la escalera de piedra en la pared, hacia la pared misma. La multitud era ahora un solo grito. Las ametralladoras funcionaban sin cesar.

Y así, en un instante, todos supimos, sin verlo, sin que nadie nos lo dijera, que el cuartel había sido asaltado. La ola de gritos y de disparos sonaba ahora dentro del edificio. Las figuras de las ventanas desaparecían en un instante y otras se veían repasar como relámpagos. En una de las ventanas apareció un miliciano, que levantó un fusil en alto y lo lanzó sobre la multitud que respondió con un rugido de alegría salvaje. Me encontraba sumergido en una parte de la masa que me llevaba hacia el cuartel. La explanada estaba sembrada de cuerpos, muchos de ellos retorciéndose y arrastrándose en su propia sangre. Me encontré de pronto en el patio del cuartel.

Las tres hileras de galerías que se abren sobre el patio cuadrado estaban llenas de figuras que corrían, gritaban y gesticulaban, agitando fusiles en lo alto y llamando con voces inaudibles a sus amigos abajo. Un grupo perseguía a un soldado que corría alocado de terror, pero sacudiendo de su lado a todo el que se cruzaba en su camino. Tropezó y cayó. El grupo se cerró sobre él. Cuando se disolvió, no se veía nada desde donde yo estaba.

En la galería más alta apareció un hombre gigantesco, llevando en las manos, sostenido en alto, un soldado que agitaba el aire con las piernas. El gigante gritó:

–¡Allá va eso!

Y lanzó el soldado al espacio. Cayó dando vueltas en el aire como una muñeca de trapo y se estrelló en las piedras con un golpe sordo. El gigante levantó los brazos:

–¡Voy por otro! –aulló.

A la puerta del almacén se había formado el grupo mayor. Los fusiles estaban allí. Uno tras otro surgían milicianos, con su fusil en alto, casi danzando de entusiasmo. De pronto hubo un nuevo empujón hacia la puerta del almacén:

–¡Pistolas! ¡Pistolas!

El almacén comenzó a vomitar cajas negras que pasaban de mano en mano por encima de las cabezas. Cada caja contenía una pistola Máuser reglamentaria –Astra calibre 9–, un cargador de repuesto, una baqueta y un destornillador. En unos momentos las piedras del patio estaban salpicadas de manchones blanco y negro –porque el interior de las cajas era blanco– y de papeles pringosos de grasa. La puerta del almacén seguía escupiendo pistolas.

Se dijo que en el Cuartel de la Montaña había cinco mil pistolas Astra. No lo sé. Lo que sí sé es que aquel día las cajas vacías, blanco y negro, salpicaban todas las calles de Madrid. Lo que no se encontró, sin embargo, fueron municiones para las pistolas. Los guardias de asalto habían logrado apoderarse de ellas.

Salí del cuartel. Cuando había sido soldado –un recluta destinado a Marruecos– había estado algunas semanas en aquel mismo cuartel. Hacía dieciséis años. Eché una ojeada al salir al cuarto de banderas, abierto de par en par. Estaba lleno de oficiales, todos muertos, yaciendo en una confusión bárbara, unos con los brazos caídos sobre la mesa, otros sobre el suelo, algunos sobre el cerco de las ventanas. Algunos de ellos eran muchachos, casi niños.

Fuera, en la explanada, bajo un sol deslumbrante, yacían cientos de cadáveres. En los jardines todo estaba quieto.

«Cuando el grupo llegó a nuestra esquina, vi que en medio de él llegaba un camión con un cañón de setenta y cinco milímetros». Arturo Barea. La llama. La forja de un rebelde.
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EL DIARIO DE HAMLET GARCÍA. Paulino Masip.

29 de Julio. Atisbo por la mirilla. Veo el bulto de un hombre, no más.

—¿Quién es?

Una voz con temblores de angustia:

—Soy Sebastián, tu primo Sebastián. Abre.

El primo de Ofelia, ¿de dónde sale este fantasma? Me falta energía para oxearlo y abro. Entra de un salto, que casi me derriba, y me ayuda a cerrar. Pone tal ímpetu que el portazo resuena en toda la casa. Sebastián queda sobrecogido y pega el oído a la puerta. El ruido se extingue. Sebastián vuelve hacia mí, saca un pañuelo, se limpia la frente, chasquea la lengua en la boca reseca. Yo lo observo. No lo hubiera reconocido. Está sin afeitar y va vestido de paisano, abierto el cuello de la camisa, los pies descalzos con alpargatas, el pelo revuelto, caído en mechones sobre la frente.

Nadie me ha visto subir —dice con voz misteriosa—. He estado esperando a que el portero desapareciera y en tres brincos he atravesado el portal. Está tranquilo. Yo sé hacer bien las cosas.

Estoy tranquilo, aunque quizá no debiera estarlo, pero, en cambio estoy fastidiado. ¿Qué viene a buscar este tipo? De pronto me entra una risa enorme con el recuerdo de la última vez que lo encontré, borracho, en la calle, cuando iba a sublevarse. Risa y asco de la grotesca escena y vergüenza de mi intervención en ella.

El disgusto de verlo me imprime energía.

—Pasa, pasa —le digo secamente.

[…]

Da unas chupadas al cigarrillo, humilla la cabeza y murmura:

—No te preocupes. Ya falta poco.

Me sorprende la incongruencia entre el tono y las palabras. Interrogo mirándole fijamente.

—¿Para qué?

—Para que te reúnas con ellos [con su mujer y sus hijos], hombre.

—¿Tú crees?

Sí, esto se ha acabado. Es cosa de días. Los rebeldes han perdido, y no podrán sostenerse más tiempo.

—¿Han?

Levanta la cabeza con altivez.

Sí, han, tercera persona del plural. Yo no me he sublevado, ¿entiendes?

—Me alegro mucho.

—Aunque lo digas con ritintín ésa es la verdad.

Me irrita la farsa y digo con mi peor intención:

¿No llegaste al cuartel de la Montaña?

Se echa a reír.

—No. Tú tuviste la culpa. Entonces te maldije, pero después te he bendecido muchas veces. Gracias a ti estoy vivo y podré salir con bien de esta catástrofe.

—Yo no interviene para nada. Por no intervenir salté del taxi y dejé que siguieras tu destino libremente.

Ríe con mayor alborozo:

—Pero olvidaste que estaba borracho y no sabías que cuando bebo no puedo soportar que me dejen solo. En la otra parada yo también salté del coche como tú, de improvisto. Sin tu compañía me sentía desfallecer. Cuando bebo soy como una criatura… Me eché a buscarte por las calles. No te encontré, claro está. Además, al cabo de un rato, creo que ya se me había olvidado que iba en tu busca.

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