El líder fascista que se hizo pasar por ciego y se refugió en el Congreso
/«¡Españoles, a defenderse!... ¡Legionarios! ¡Españoles! Hay que echarse a la calle para rechazar esa revolución tragicómica con que se pretende engañar a la opinión y forzar el arca del poder», gritaba José María Albiñana nada más conocer la proclamación de la República. Este fascista declarado, feroz antisemita y monárquico recalcitrante, continuaba la arenga de esta manera: «Todo buen español que quiera sumarse a la cruzada patriótica debe acudir a inscribirse en el Centro Nacionalista Español, para recibir instrucciones y formar la milicia ciudadana. Tenemos la razón y la fuerza».
No predicaba al vacío. Imitando a los temidos Camelots du Roi, que en Francia habían aterrorizado a izquierdistas, comunistas y surrealistas, contaba con una milicia armada, la mayoría legionarios del Tercio de África, grupos de matones que vestían uniforme azul claro y saludaban brazo en alto. Él era su líder. Se creía con una misión patriótica. Su fobia alcanzaba a todos: a Azaña, de quien dice que es «el detritus político de España», el catalanismo, marxismo, masonería... ¿Qué es lo que decía por entonces?: «Existe un soviet masónico encargado de deshonrar a España ante el mundo resucitando la leyenda negra y otras infamias fraguadas por los eternos y escondidos enemigos de nuestra Patria. Ese Soviet, de gentes desalmadas, cuenta con la colaboración de políticos despechados que, para vengar agravios partidistas, salen al extranjero a vomitar injurias contra España».
Un año antes, junto a Delgado Barreto, había fundado el ultraderechista Partido Nacionalista Español (PNE) bajo el lema «España sobre todas las cosas y sobre España inmortal solo Dios», siendo fatalmente conocidos por la violencia de sus militantes más jóvenes, implicados en choques callejeros con opositores políticos y atentados. El partido, al igual que otros de ese tipo en Europa, contaba con una sección juvenil fascista, la Juventud Nacionalista, aún más decidida, chavales dispuestos a empuñar las armas si así lo ordenaba Albiñana, que no se cansaban de dar mítines o publicar soflamas insurreccionales en La Legión, revista del PNE. Estos jóvenes soñaban con emular a los más dados al camorrismo, que eran los conocidos como Legionarios de Albiñana: «Somos la contrarrevolución y actuaremos por sorpresa, rescatando a nuestra Patria de la anarquía y arrollando por la fuerza todo cuanto se oponga a su seguridad y engrandecimiento», proclamó en el número 7 de La Legión.
«Somos la contrarrevolución y actuaremos por sorpresa, rescatando a nuestra Patria de la anarquía y arrollando por la fuerza todo cuanto se oponga a su seguridad y engrandecimiento»
Con la llegada de la República, el PNE es ilegalizado, aunque un año más tarde reabre su sede y reinicia su actividad. Albiñana habla ahora en un tono más moderado, pero en el fondo sueña con poner en marcha a sus tropas de asalto. Se presentó a las elecciones de febrero de 1936, a pesar de no creer en ninguna clase de elección democrática, bajo el nombre de Frente Nacional Contrarrevolucionario de la Unión de Derechas. Lo hizo por Burgos, y obtuvo acta de diputado (64.904 votos). Sus planes, sin embargo, no eran los de participar del Parlamento, sino conspirar por el golpe fascista.
Albiñana, que difunde los mensajes del general Mola, da por segura la inmediata victoria y aplastamiento de la República y se ve ocupando cargos al más importante nivel. Pero la maniobra sale mal, al menos inicialmente, y nuestro hombre, que teme por su vida, se hace pasar por ciego. Cuando es identificado en la calle afirma no saber de qué hablan. «Soy un pobre ciego», afirma, para luego refugiarse en la casa de un sacerdote amigo suyo y favorable al golpe.
Es aquí cuando llega el momento más hilarante de esta historia. Como es diputado, se dirige a Las Cortes, pero por el camino avanza lentamente, ayudado, por supuesto, por su bastón de invidente. Tras alcanzar las puertas ruega protección a los congregados, habla de asilo político, afirmando que el pueblo lo ha elegido democráticamente y es un cargo electo. Ya dentro del edificio, una vez los convence, pernocta en la Enfermería, donde se las ingenia para que le traigan puntualmente la comida de un bar cercano.
Sin embargo, es una presencia incómoda. Es de sobra conocida su virulencia y sus arengas a la violencia armada. Quienes se hallan en el Congreso, temen un asalto a menos que salga, algo que sucede más tarde, dando con sus huesos en la cárcel Modelo. Su suerte se ha esfumado. Hay quien reclama su libertad, pero las autoridades conocen de sus actividades y su guardia pretoriana de jóvenes fascistas, y mantiene su reclusión. El mismo día del golpe, un obrero burgalés tuvo la osadía de gritarles «¡Viva la República!» al paso de los Legionarios de Albiñana y fue asesinado, siendo la primera víctima civil del levantamiento fascista. Eran las tres de la tarde.
El 23 de agosto, un grupo de milicianos asalta la Modelo y Albiñana es fusilado. Sus legionarios lo recordarán como un héroe, el mártir caído. En Burgos, donde había sido elegido, la venganza de sus hombres fue especialmente cruenta y todavía hoy se recuerda con espanto.