«Soy el escándalo»: el día que la hija de Rasputín bailó en Madrid

A su paso por España en 1929, la hija del Monje Loco del zar Nicolás II levantó una polvareda de rumores, envidias e imprecisiones en la prensa nacional, que prefirió pasar por alto su lucha en defensa de sus derechos laborales.


Cuando le preguntan:

- ¿Es usted bailarina?

Ella responde:

-Soy el escándalo.

No lo dijo una discípula de Raphael, ni Lidia Lozano en su periplo por América antes de atreverse con un chuminero, ni tampoco Jean Paul Gaultier. Lo dijo, o al menos un periodista escribió que lo dijo, Maria Rasputina, la hija del célebre místico ruso. La sucesora del espeluznante hechizador de zares. Al leer la respuesta recordé una parecida que supuestamente dio Peggy Guggenhein: «No soy una coleccionista, soy un museo». Claro que el escándalo, cuando queda confinado a la imprecisión de la idea, resulta rentable. Otra cosa es entrar en el escándalo, habitarlo, protagonizarlo, dejar que salpique o, peor aún, tener que limpiarlo.

La mañana en la que María Rasputina puso un pie en Madrid hacía mucho frío. Era el mes de diciembre de 1929, y uno de los periodistas que cubrió su llegada escribió que la estación de Delicias parecía «una sucursal del Polo Norte». Pese al ambiente gélido, los cronistas, reporteros, gacetilleros y demás aves de presa aguardaron su venida con expectación, «a la caza de la revelación sensacional». Ahora, las llegadas a Delicias no despiertan tantísimo interés. Las veces que he estado allí (en la estación antigua, me refiero, con sus locomotoras de vapor y sus Talgos vintage; no en las dos actuales, la de Metro y la de Cercanías) ha sido para visitar el Mercado de Motores, un rastrillo festivo con ropa de segunda mano, música, puestos artesanos, foodtrucks… Un sarao agradable y cálido, en definitiva, opuesto a la solemnidad y a los rigores invernales. Pero Rasputina, el escándalo hecho carne, llegó enfundada en un abrigo de piel y con un sombrero del que pendía medio velo, cuya tupidez «no basta para eclipsar la luz de sus bellos ojos, que tienen en su mirada la fuerza y el misterio que debían de poseer los de su padre», dijeron los medios. En La Nación también se publicó que María era «alta, rubia, pero no descaradamente rubia, sino un rubio opaco, como el color del tabaco de su país», mientras que sus ojos sí eran «descaradamente» azules, en un simpático contraste con aquello que cantaba Boney M del padre: He was big and strong and his eyes were flaming gold.

Crónica coincidía con La Nación al destacar la caballera rubia de María, una mujer «afable y cordial» de «silueta norteña», «alta y fuerte. Espiritual, sobre todo —escribe Raimundo Díaz-Alejo, que no se queda ahí— Mal digo. Sobre todo, sus veintinueve años, en su magnífica pléyade de recuerdos». Debía María, sin duda alguna, atesorar recuerdos poderosos, tal y como le refiere al propio Díaz-Alejo:

El 15 de diciembre de 1916. Hoy hace trece años. Mi padre fue asesinado. Al día siguiente, un ministro nos telefoneó la desgracia…

Yo me casé con un oficial de la guardia imperial. Más tarde -en 1919-, huyendo de los rojos, mi madre y mi hermano marcharon a Siberia. Allí mi hermano Dimitri se hizo campesino. Allí viven… Mi marido y yo salimos simultáneamente del puerto de Vladiwostock… Llegamos a París, donde mi esposo dirigió hasta su muerte una importante agencia de automóviles… De nuestro matrimonio nacieron dos niñas, que actualmente reciben educación en un colegio de religiosas en París. Únicamente por ellas trabajo yo desde hace un año. Mi marido murió.

Obligada por la necesidad, me hice artista. Hace un año me presenté en París en las residencias de los emigrados rusos. Después fui a Berlín, y de allí a toda Europa. Estoy muy contenta. Mi trabajo me produce para atender a mis hijitas y vivir bien, sin carecer de nada. Después de mi tournée por España, marcharé a Norteamérica.

La prensa la describió como «una notable bailarina, en cada una de cuyas rítmicas figuras va dejando, repartidos por el tablado, capítulos de folletín».

A ojos de hoy resulta curioso que Rasputina decidiera hacerse artista «obligada por la necesidad», como si existiera una posibilidad real de acceder, por dicha vía, al éxito, o al menos a la conquista del sustento personal. Además, no habla de vocación, de pasión ni de sandeces por el estilo. Hoy uno intenta hacerse artista, y después, obligado por la necesidad, se saca unas oposiciones.

Fueron muchos los vericuetos de esta danzarina rusa, pero es justo decir que yo la encontré por casualidad. Ella es uno de los increíbles personajes que pueblan Un país en crisis. Crónicas españolas de los años 30, una recopilación de artículos de esa década turbulenta cuya edición corre cargo de Sergi Doria, periodista de La Vanguardia y escritor. El libro lo publicó la editorial Edhasa en 2018, y en él figuran nombres reconocidos, como Josefina Carabias o Ramón J. Sender, y otros que quizá hayan pasado más desapercibidos, como Vicente-Sánchez Ocaña. Este último era primo de Josefina, y es, precisamente, el autor de Por qué asesinaron a mi padre, una entrevista a la hija de Rasputín, que llegó a Madrid para actuar en el Teatro de la Zarzuela un par de meses después del crack en Bolsa de Nueva York. Se publicó en Estampa.

Claro que el escándalo, cuando queda confinado a la imprecisión de la idea, resulta rentable. Otra cosa es entrar en el escándalo, habitarlo, protagonizarlo, dejar que salpique o, peor aún, tener que limpiarlo.

Tras leer la crónica de Vicente-Sánchez Ocaña en el libro de Sergi Doria, decidí remover un poco más en la fértil huerta de la hemeroteca para conocer qué había hecho esta mujer en Madrid, y calibrar de ese modo si era posible conocer algo sobre sus secretos deseos, su manera de ser, sus ansias y sus sueños.

Así, supe que se había hospedado en un hotel de la calle Arenal (cerca por tanto de los misterios de San Ginés y del jolgorio del Teatro Eslava) y que su actuación había gustado, pero no a todos. Por ejemplo, El Heraldo hablaba de:

Ritmos rápidos y fáciles; saltos elásticos, de extraordinaria agilidad, como inventados en un país donde hasta el arte ha de ser una defensa contra el frío. A ello súmese el encanto personal, de fuerte sabor étnico, que emana de María Rasputín, y la curiosidad que inspira por adelantado la historia de su vida forzadamente extraordinaria, y se comprenderá que el público que llenaba ayer el hermoso teatro de la calle de Jovellanos la aplaudiese con el mayor afecto.

Por su parte, El liberal la describía como «una notable bailarina, en cada una de cuyas rítmicas figuras va dejando, repartidos por el tablado, capítulos de folletín». Además, el redactor (no aparece su nombre, solo sé que firma la sección Run-Run) no pierde la oportunidad de interpretar en clave política las destrezas de Rasputina:

Siempre han sido una nota de elegancia gris las danzas rusas. De ensueño profundo, de moral relajada por la devoción al contorno y a la plasticidad del desnudo. Sus mismas pretendidas vibraciones de boda, de fiesta en la plaza, de popular algarabía, sonaban a fingimiento de pueblo oprimido. El arte de los zares era sumisión y deber religioso. El arte de la revolución es nostalgia y dolor por sumisión perdida (…)

La hija de Rasputin, con sus danzas viajeras, es todo eso; servicio del zar, aires de castigo, símbolos disciplinados de opulencia, el grito del mujik, el odio rebasado de un pueblo que contiene sus ímpetus para lanzarlos a un tiempo contra el magno edificio de la Historia; destierro y hambre, evocación y desconsuelo. Un baile ruso, en cualquier instante, sustituye a la crónica, puede recogerse como un documento. Es único, homogéneo; es toda Rusia; la antigua, la de hoy, la de mañana. Uniformidad, disciplina, obediencia.

Mis conocimientos sobre el mundo de la danza son inexistentes, pero aun así me llamó la atención que el autor proclamase que el arte de la revolución, geométrico, firme y hasta cierto punto genuino y enérgico era «nostalgia y dolor por la sumisión perdida», como si la cultura soviética fuera masoquista o incapaz de sacudirse el polvo de la opresión.  

A Ezequiel Endériz, la actuación de Rasputina sí debió gustarle. Este periodista navarro de veleidades revolucionarias (según relata Jesús Arana Palacios, fue el presidente del primer sindicato de periodistas, creado en 1919 y adscrito a la UGT; más tarde se exiliaría y llegaría a compadrear con González-Ruano en París) es quien escribió las líneas que abren este texto. Es decir, fue Endériz (no Sánchez-Ocaña) quien afirmó que, cuando le preguntaban, Rasputina decía ser el escándalo. Pero los hechos invitan a pensar que ella nunca declaró eso. Lo que es seguro es que Endériz no lo escuchó de primera mano, porque hasta diciembre de 1929 no la vio en persona, y lo publicó en Heraldo de Madrid el 9 de julio de ese año.

Sí hay que reconocer que Endériz había prestado mucha atención a Rusia. Solo un año después del asesinato de Rasputín había publicado La Revolución rusa (Sus hechos y sus hombres). Con este background y algunas notas sueltas que leyó aquí y allá pudo trazar, sin ningún rubor, una semblanza (mitad diatriba, mitad fabulación) de una Maria Rasputina que aún no conocía.

Lo cierto es que no hay mes que por uno u otro motivo no vuelvan a, sonar en los oídos de la Humanidad, los dos nombres hechizados de Rasputín y la Mata-Hari... Quizá los espíritus podrían explicarnos el fenómeno... ¿Son sus espíritus, fuertes y vengadores, los que se pasean todavía entre nosotros recordándonos el crimen cometido con ellos?... Terribles fantasmas los suyos, que viven entre los vivos con más realidad que millones y millones de seres que no han muerto...

[…]

Se ve, pues, que María Rasputín no defiende tampoco con mucho ahínco su acto coreográfico. Cuando le preguntan:

— ¿Es usted bailarina?

Ella responde:

—Soy el escándalo.

Y, en realidad, le basta. Pierda cuidado, que popularidad no ha de faltarle nunca. Su padre, desde ultratumba, vela por ella. Cada mes aparece un nuevo libro encargado de que su nombre no se olvide. Tampoco ha de faltarle con el tiempo un panegirista y defensor, como a Mata-Hari. Lleva nombre de seducción. Nombre demoniaco. Los pueblos, como los zares, se rinden al encantamiento. Algo tienen, desde luego, ya que sobre el fondo rojo y negro de la pasada guerra la figura hierática de la Mata-Hari sigue destacándose como una rosa de voluptuosidad y de muerte, y los ojos verdes y penetrantes del brujo feroz nos miran, nos miran, nos miran…

No debía de dormir muy bien Endériz si se le aparecían los ojos de Rasputín, pero su texto, a pesar de su sabor esotérico, acierta en una cosa: «en los oídos de la Humanidad» no dejaba de sonar el nombre del místico barbudo porque se publicaron varios libros sobre su muerte. No sabemos si la de Navalny traerá tanta cola editorial.

La propia Maria llegaría a exigir el pago de 25 millones de francos al príncipe Felix Yussupoff en concepto de indemnización por el asesinato de Rasputín. Por si no fuera bastante doloroso que le maten a uno al padre y arrojen su cuerpo al río Neva, este tipejo de Yusupoff, sujeto a todas luces amoral, estaba sacando tajada de la historia, ya que en 1927 había publicado un libro titulado El final de Rasputin en el que narraba los hechos luctuosos. La historia animó los corrillos y los cenáculos de media Europa. También se enfrascó en ella René Fülöp-Miller, austriaco que publicaría en 1929 Rasputin: El Santo Diablo. No he leído el libro, pero sí la faja, ese elemento publicitario con frecuencia repudiado en el que caben las loas más vergonzantes, y bastará en el caso que nos ocupa:

Predicador, vocinglero, redentor y cínico a la vez, Rasputin, el labriego siberiano, dominó a magnates y Príncipes y tuvo sujetos a su voluntad, por la mágica fuerza de su mirada, los destinos de Rusia.

A pesar de que suena a cebo de Iker Jiménez, en su momento el libro de Fülöp-Miller recibió los elogios de figuras como Thomas Mann, Knut Hamsun o Stefan Zweig. Este último es el más generoso:

Este libro ha colmado en demasía las esperanzas que me hizo concebir. No fue dado a Tolstoi ni a Dostoiewsky [sic] pintar de tan fascinadora manera una figura como este “demonio sagrado”, y hacía muchos años que no había leído una novela que describiera un carácter diabólico con tanta Intensidad y culminante en emoción como vibra en todo el relato, verídico y, por ende, doblemente interesante.

Mundo Gráfico (1929)

«En los oídos de la Humanidad» no dejaba de sonar el nombre del místico barbudo porque se publicaron varios libros sobre su muerte.

Y mientras los centroeuropeos contemplaban la historia con ojos voraces y exotizantes, Maria salía adelante. Doce años después del asesinato de Rasputín, su hija ha conseguido no solo escapar de la nobleza rusa y de la hoz y el martillo, sino ganarse la vida en la actuación. En enero de 1929 debuta sobre las tablas en el efervescente Berlín de entreguerras (ya saben: los cafés, los cabarés, las contradicciones, los choques entre el Partido Nazi y la Liga Roja de Combate, la mordacidad de George Grosz y todo el vértigo estimulante que aparece, por ejemplo, en Babylon Berlin) con el circo Busch, «tomando parte en una obra de gran espectáculo». Ésta era una compañía de renombre: ya en 1906, periódicos españoles describían el circo como el «mayor y más vasto de todo el imperio germánico, un verdadero prodigio de mecánica, un singular portento de las habilidosas trazas a que pueden llegar manos humanas».  

Sin embargo, a pesar de estar bajo el paraguas de Busch y de alcanzar relativo éxito, la comunión de Rasputina con los ciudadanos alemanes no había sido total: aunque en los años 20 se dejan mecer en la hamaca de la frivolidad, no dejan atrás su condición de sujetos escépticos, desconfiados y rigurosos y en cierto momento dudan de la verdadera identidad de la bailarina. Una brevísima nota aparecida en el diario madrileño La Nación el 19 de enero de 1929 (es decir, once meses antes de su aparición en la estación de Delicias) recoge estos recelos y cómo los resuelve Rasputina: «Como se fueron extendiendo rumores de que no era hija del famoso fraile ruso, María invitó a varios periodistas a revisar sus documentos personales», se dice. Tras dicha revisión, donde no se pudieron aplicar métodos modernos como la inteligencia artificial o el polígrafo de Conchita, se resolvió «que es, en efecto, hija de Rasputín». Victoria para la verdad, para la consanguinidad y para el arte. Digan lo que digan, los demás.

Pero no bastaría con eso. El 6 de julio del 29, cuando faltan menos de cuatro meses para la catastrófica caída del mercado de valores estadounidense, el diario La Libertad publica una nota firmada en Colonia titulada «La hija de Rasputín es una bailarina detestable»:

La hija del famoso monje ruso Rasputín, favorito que fue de los zares, ha ganado una indemnización de 1.000 marcos en el proceso instruido en un Tribunal de esta ciudad contra una Compañía de Cinematógrafo, por incumplimiento de contrato. La hija de Rasputín se gana la vida actuando en TEATROS y cinematógrafos como bailarina. Hace algún tiempo fue contratada para actuar en un cine de Kaiserslautern, en el Saar. El empresario no había visto bailar a la Rasputín, pero pensó que el nombre de la artista causaría gran sensación y se le llenaría el local en todas sus actuaciones. Después de haber firmado el contrato, el empresario del cine de Kaiserslautern vio bailar a la Rasputín en esta ciudad y sus danzas le parecieron detestables. En vista de lo cual intentó rescindir el contrato, alegando que él solo no tenía poderes para firmar un contrato, y que debía considerarse nulo, desde el momento en que faltaba la firma de sus otros asociados. Pero la bailarina llevó el caso a los Tribunales, que han fallado a su favor, puesto que la Rasputín pudo demostrar que antes de firmar el contrato había facilitado al empresario un libro con los recortes de periódicos de las críticas de sus bailes, y que el empresario del cine de Kaiserslautern no quiso ni hojear. Entre los recortes ofrecidos por la Rasputín había algunas críticas nada favorables a la bailarina, y que, de haberlas leído el empresario, seguramente no la hubiera contratado. En vista de todo ello, los Jueces consideraron que la bailarina tenía derecho a una indemnización por valor de 1.000 marcos.

Victoria para la verdad, para la hemeroteca y para los derechos laborales.

No hay manera de saber si Endériz leyó la noticia, pero, de ser así, debió sonreír o al menos alegrarse secretamente, como representante que era de un sindicato e implicado por tanto por en la defensa de los derechos de los trabajadores, aunque éstos tuvieran la cabellera rubia y arrastraran el escándalo en su nombre.

Maria falleció en septiembre de 1977. «Fijó su residencia permanente en los Estados Unidos en 1937 y abandonó el circo después de ser atacada por un oso», publicó The New York Times a su muerte. Un oso. Tuvo que ser precisamente un oso, uno de los símbolos de Rusia, quien la expulsara de los escenarios. De todos modos, quizá en el caso de Rasputina se podría aplicar eso que E.E. Cummings escribió en su bellísimo poema since feeling is first (aunque hacerlo implique prestar atención a la sintaxis de las cosas): for life’s not a paragraph / And death i think is no parenthesis.