¿Mató el presidente de la república Francisco Pi y Margall a un cura?

En 1930 la revista Crónica visitó al hijo de Pi y Margall para saber si la historia de que el expresidente de la república había asesinado a un sacerdote era cierta.

En el número del 12 de enero de 1930 de la revista Crónica, el periodista José de las Casas Pérez se propuso resolver el misterio que rondaba a Francisco Pi y Margall desde el 3 de mayo de 1874. Ese día, un sacerdote carlista originario de Orense acudió al domicilio del político en el número 25 de la calle Preciados de Madrid y pidió ser recibido por él.

Republicano y crítico con la religión, Pi y Margall ya había tenido roces con la iglesia católica, institución que llegó a incluir algunas de sus ensayos, especialmente su Historia del Arte, en su índice de libros prohibidos. A pesar de ello, el cura fue atendido y, cuando se encontró a solas con Pi y Margall sacó un revolver de debajo de la sotana y disparó. Cuando el político vio que había errado el tiro, aprovechó para huir y aunque el sacerdote lo persiguió con intención de acabar lo empezado, la llegada de vecinos y familiares alertados por las detonaciones, hicieron que el agresor se viera atrapado y decidiera suicidarse.

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Sn embargo, el paso del tiempo y el gusto popular por las historias violentas hizo que la historia de la muerte por propia mano del sacerdote se convirtiera en una aventura heroica en la que el político se atrincheraba en su despacho hasta donde era perseguido por el asaltante que, una vez allí, caía abatido por los disparos del Pi y Margall. Ante semejante divergencia de versiones, casi sesenta años después del suceso, en la revista Crónica se preguntaban cuál era la verdad. Para averiguarla, se desplazaron al domicilio de Joaquín Pi y Arsuaga, hijo del político que, cuando sucedieron los hechos, tenía 11 años y que, en 1930, ya no era precisamente un chaval.

«Don Joaquín Pi y Arsuaga es un médico viejecito. Tiene las mejillas rosadas y una sugestiva barba blanca», describía el periodista, que continuaba: «Es un anciano inteligente. Enfunda su cuerpo, que ya se encorva, en clásica levita burguesa y brillan sus ojitos escrutadres con extraña simpatía seductora. Es amable, sincero, modesto. ¡Y pobre!… De una digna y altiva pobreza. El noble viejecito federal no ha querido sueldos ni recompensas de Nadie. Tiene, como médico, su antigua clientela».

Joaquín Pi y Arsuaga, sentado, junto al periodista  el periodista José de las Casas Pérez. (Crónica).

Joaquín Pi y Arsuaga, sentado, junto al periodista el periodista José de las Casas Pérez. (Crónica).

Esa austeridad y honradez era un rasgo que el hijo de Pi y Margall había heredado de su padre, de quien se cuenta que durante su etapa como presidente de la república devolvió íntegros los fondos para gastos secretos que había recibido –el equivalente a los fondos reservados– y que, cuando dejó la política, no aceptó las pensiones vitalicias que le correspondían por su cargo.

Según el recuerdo de Joaquín Pi y Arsuaga, lo sucedido ese domingo 3 de mayo de 1873 había comenzado «muchos días antes, y siempre de mañana». En ese horario, contaba, «iba a nuestra casa un sujeto malcarado, al que la doncella por maravillosa intuición nunca dejó pasar». El domingo 3 de mayo, sin embargo sí que franqueó la puerta y el hombre entró. «El individuo vio a mi padre. Le dijo que era sacerdote, que debía cobrar unos honorarios en Gracia y Justicia. Mi padre, aunque poco inclinado a esos favores, le entregó una tarjeta para un empleado de aquel departamento. Y el sujeto se marchó». Posteriormente, mientras Pi y Margall estaba almorzando, el sacerdote irrumpió en el comedor:

«Al llegar a la puerta dijo apuntando a mi padre: “Prepárese a bien morir. ¡Ave María Purísima!”. Sonó un disparo. “Pero ¿está usted loco?”, exclamó mi padre incorporándose. Sonó un segundo disparo que hizo blanco –después lo medimos– unos milímetros por encima de la cabeza. Pero papá pudo ganar una puerta que, a través de habitaciones interiores, comunicaba con su despacho. El cura corrió a encontrarle, pistola en mano, por el pasillo. Llegó a la puerta del despacho…».

Joaquín Pi y Arsuaga con los inquilinos de la casa en la que sucedieron los hechos. (Crónica).

Joaquín Pi y Arsuaga con los inquilinos de la casa en la que sucedieron los hechos. (Crónica).

En ese momento el periodista interrumpe la narración para completar la historia con la versión popular: el asesinato del agresor por parte del expresidente, cosa que negada taxativamente por su hijo:

«No fue así. Mi padre era incapaz de mentir. Si hubiera matado al cura, por ninguna sugestión lo hubiese negado. Lo que ocurrió es que allí el cura hizo un tercer disparo, y entre tanto, las voces de auxilio de la criada y de mi madre, que estaba enferma en su habitación, lograron arremolinar a la gente. El cura se vio perdido. Y junto a un balcón, de cara a la calle, se suicidó».

Tras el relato el periodista le pidió a Joaquín Pi y Arsuaga que acudieran juntos a la antigua casa familiar de la calle Preciados a lo que, en un primer momento, el hombre se negó. Después, tras aceptar, el artículo cuenta que ambos fueron hasta el número 25 de la calle Preciados donde comprobaron que en la habitación en la que se produjo la muerte del agresor, vivía ahora un sacerdote.

No obstante, no es eso lo más llamativo del artículo. Según el reportero, a raíz del atentado, amigos, familiares y admiradores de Pi y Margall obsequiaron al escritor con todo tipo de armas: pistolas, escopetas, navajas y puñales para que, en caso de un nuevo ataque, estuviera bien pertrechado para defenderse. El político las regaló todas, a excepción de una que conservaba su hijo. Se trataba de unas tijeras de escritorio que, al plegarse, se plegaban se convertían en un puñal.

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