Goya, el butronero y el final de la ciudad
/Servando Rocha realiza un paseo psicogeógrafico por el madrileño barrio de Puerta del Ángel y el otro lado del Manzanares, donde una vez estuvo la Quinta del Sordo en la que Goya realizó sus célebres y misteriosas Pinturas Negras. Nos muestra el lugar exacto en que estuvo su casa y otras huellas no tan evidentes que convierten a este «otro» Madrid en un lugar único
Su segundo centenario pasó sin pena ni gloria. La ciudad cautiva, una vez más, pensaba en su futuro sin conocer su pasado. Capas y capas de maleza, plantas trepadoras, la urbe mirando arrogante por encima del hombro al Parque Jurásico. Demasiada tierra acumulada, excavadoras y hallazgos secretos. Demasiados sus sucesos, su dilapidada narración pasada. Madrid vivía a trompicones, entre promesas electorales y sueños de grandeza que siempre acaban mal. Llegó febrero de 2019 y nada pasó. ¿Puede el olvido convertirse en un acto político, en una política de la desmemoria? Desde luego que sí.
Cada mañana, cuando pasaba delante del lugar en que estuvo una vez la famosa Quinta del Sordo, me decía que el segundo centenario (27 de febrero de 1819, cuando Francisco de Goya compró los terrenos e inició uno de los capítulos más fascinantes y también misteriosos de nuestra historia) debía ser indicado por algo, una señal, un festejo... Incluso soñé con proyecciones de fantasmagorías sobre la fachada del edificio actual que indica su (falsa, como veremos) ubicación, un reencantamiento del lugar, casi como un ritual mágico que diera por cerrado lo que una vez el pintor dejó inconcluso. Porque algo sucedió entre aquellas paredes.
LOS DEMONIOS DE GOYA
«Una vez que ha logrado pintar sus demonios, ya no necesita verlos, ni siquiera le apetece. Lo mejor es empezar una nueva vida en otro lugar»
En 1824, con las pinturas negras ya terminadas, Goya abandonó el caserío para marchar al exilio. En sus últimos años, mientras en España se imponía el absolutismo, ese horroroso testimonio de un pueblo que gritó «¡Vivan las cadenas!» al paso de Fernando VII —y hasta se escenificó su recibimiento popular desenganchando los caballos de su carroza, que fueron sustituidos por personas que tiraron de ella—, Goya fue feliz. Lo muestran sus últimas obras, justo antes de fallecer, en las que sonríe mientras pasea sostenido por dos bastones y confiesa que aún aprende, cuando no se columpia divertido. Ha recuperado el arte de soñar despierto. Fuimos niños y a eso mismo nos dirigimos.
Sin cerrar, aún con las potencias desatadas, en esta sucesión de encantos que duran dos siglos, aquella residencia extramuros de nuestro Dante y sus pinturas negras eran algo demasiado poderoso y abisal, una fuerza bruta y oscura encerrada en una casona justo donde la ciudad terminaba y empezaba el páramo, las afueras, las casuchas desperdigadas, el campo. El Sur, duro y áspero. Sus pinturas eran sus demonios personales, esos que lo habían perseguido durante toda su vida. En esto se parecía a William S. Burroughs, cuando en los últimos años de su vida, siendo ya un anciano, decidió ponerse en las manos de un chamán para por fin ver el rostro del Espíritu Feo, ese que tanto lo atormentaba y que, según dijo muchos años más tarde, fue la «mano» que disparó a su mujer. Correspondencias insólitas. También nuestro pintor debía ver el rostro de sus demonios. Aquel era el único modo para que estos perdieran su fuerza, que cayese el velo del horror. Desarmar por fin a la bestia. Hacerla vulnerable. En el caso de Burroughs, con su habitual humor y sarcasmo, al día siguiente del ritual confesó que había logrado verlo, aunque el chamán estuvo a punto de ser derrotado por uno de los espíritus más poderosos con los que había tratado. Tenía «el rostro del capitalismo americano», dijo de forma glacial. Cadavérico, amenazante, pura muerte: «Era Rockefeller», precisó.
Goya, sin embargo, no recibió ayuda alguna. Plasmó sus demonios (quizás los de la España oscura de la Inquisición y la violencia) y los dejó «atrapados» en sus paredes. Luego, cuando consideró que el trabajo ya había terminado, se fue para no regresar jamás. «Hace ya décadas que Goya ha levantado las barreras que encerraban a sus demonios en el inconsciente y los ha dejado invadir sus imágenes —cuenta Tzvetan Todorov en Goya, el mejor ensayo sobre el pintor—. Ha entendido que lo que la Iglesia y las supersticiones populares consideran súcubos y diablos no son más que deseos y pulsiones, miedos y angustias profundamente enraizados en todos nosotros. Por eso les da forma y los muestra, aunque sin darles libre curso, por miedo a que lo dominen». Inició así una operación mágica en la que se convirtió en exorcista de sí mismo; él era el paciente y también la víctima. Próxima parada: Burdeos, adónde marchó sin apego alguno. Ningún interés en sus obras maestras, que ya habían cumplido su función, todas ellas creadas para ser quemadas. «Una vez que ha logrado pintar sus demonios, ya no necesita verlos, ni siquiera le apetece. Lo mejor es empezar una nueva vida en otro lugar», concluye.
El visitante, después de atravesar el puente de Segovia, tomaba un camino polvoriento a la izquierda y, tras subir una pronunciada pendiente, divisaba la entrada a la finca y, más allá, la casa. Lo primero que veía era la imponente fatalidad de Saturno devorando a un hijo. Los ojos del espanto observaban al intruso. La boca abierta de Saturno, que en la antigüedad clásica se asocia con Cronos, el titán del Tiempo, que solía representarse con una hoz o guadaña, dándole la bienvenida.
En la última fotografía que se conserva (1907), vemos la parte de atrás de la finca, amenazada ya por nuevas construcciones, aunque todavía conservaba una importante masa de árboles en su parte frontal. Más allá se extiende la ciudad al otro lado del río, apabullante y poblada de agujas arquitectónicas, caprichosas cúpulas de iglesias, una hormigueante sucesión de casas y palacios apretujados.
Se distingue, en el centro como una barra horizontal, el viaducto de Segovia, tal y como era en su edificación original, ya que posteriormente a esta imagen, en 1930, fue sustituido por otro, mucho más monumental y que es el actual. Ambos, sin embargo, conservaron sus fuerzas negativas intactas. Siempre fue uno de los grandes lugares preferidos para los suicidas. Pedro de Répide, cronista de la Villa que firmaba como «el ciego de Las Vistillas», narró la historia de la primera suicida del Viaducto. En 1875, cuando no había pasado más que un año de la inauguración, apareció nuestra primera suicida, que parecía ser la protagonista de una historia propia del Werther de Goethe. Tras enamorarse de un hombre de clase baja (un aprendiz de zapatero del barrio de Carabanchel o un tabernero, no se sabe con seguridad), siendo ella hija de una rica familia, no pudo contraer matrimonio porque sus padres, contrarios al enlace, se lo habían prohibido. Desesperada, un día quiso quitarse la vida y se tiró desde el puente, pero tan solo resultó herida, rompiéndose un tobillo. Se lanzó al vacío con una gran falda, propia de la época, ancha y revestida de ballenas o arcos de acero, que amortiguó y redujo la caída. Répide asegura que la falda actuó de «paracaídas». Otras versiones hablan de que la falda se enganchó en las ramas de un árbol, y la mujer fue cayendo poco a poco hasta la acera. Desde entonces, con mamparas o sin estas, la oleada suicida ha sido imparable.
Esta última imagen de la Quinta del Sordo está tomada más o menos donde hoy está la calle Caramuel. La finca ocupaba parte de los terrenos de la actual colonia obrera de Juan Tornero, atravesada perpendicularmente por Laín Calvo, donde en 1959 se levantaron más de un millar de viviendas precarias, justo frente a la antigua estación de Goya, derribada en 1970, como parte de un plan que cambió el extrarradio de la ciudad. Se llamaron Poblados de Absorción, eran dirigidos por la muy franquista Obra Sindical del Hogar y fueron fotografiados por Pando por orden directa de la Comisaría de Ordenación Urbana de Madrid. Los Poblados se iniciaron en 1955, construyéndose un total de cinco mil viviendas en ocho poblados (Canillas, San Fermín, Caño Roto, Villaverde, Pan Bendito, Zofio y Fuencarral). Fue el principio del fin de considerar «Madrid» como un territorio aparte al que únicamente, y a veces ni así, se llegaba en tranvía. Al año siguiente se inició otro programa con la creación de nuevas barriadas en Manoteras, La Elipa, Vallecas, Entrevías, dos en San Blas, la segunda fase de San Fermín, General Ricardos y, por fin, Juan Tornero.
«El urbanismo del régimen y sus aires de grandeza y vanidad chocaron con castas de burgueses, grupos de arquitectos y tipos influyentes que pugnaron por hacerse con el modelo urbano de posguerra»
Esto fue lo que quedó de los sueños arquitectónicos del falangismo, que en la inmediata posguerra aspiró a edificar la «Ciudad del Movimiento». Tras el desastre de la guerra, ante una ciudad que había sido bombardeada y asediada varios años, la reedificación suponía reedificar zonas urbanas destruidas por las bombas pero no edificar viviendas que habían sido destruidas.
No lo logró. La «Ciudad Imperial» fracasó. Y su fracaso evidenció las falsas pretensiones de la dictadura pero también que poderes gobernaban el régimen. En la práctica aumentó las desigualdades sociales entre barrios a través de un chabolismo vertical que perseguía eliminar el horizontal, siempre precario y con nefastos materiales y, menos aún infraestructuras, que hicieron de Madrid una de los fortines de las pandillas urbanas en los sesenta. El urbanismo del régimen y sus aires de grandeza y vanidad chocaron con castas de burgueses, grupos de arquitectos y tipos influyentes que pugnaron por hacerse con el modelo urbano de posguerra. Eran viejos conocidos, los mismos que se habían estado llevando casi todos los proyectos urbanísticos desde principios de siglo. Venció la economía y el pragmatismo frente a los ideólogos, lo que supuso la sentencia de muerte del Sur, esquilmado y ocupado salvajemente en oleadas de cemento. Todos se lucraron. Desde entonces el Sur no sería más nunca el «granero» de la capital. Las zonas vacías de casas pronto serían ocupadas vertiginosamente. Se levantaron miles de viviendas sin orden alguno, creando laberintos de casas que hoy, sin embargo, nos resultan simpáticos. En estos barrios, como en Lucero, cada cinco minutos el paisaje cambia, ningún edificio se parece a otro. Hay recovecos, ruinas frente a cierta ostentación, caos y desorientación providenciales para psicogeógrafos. Hoy, en Juan Tornero, el barrio de la Quinta del Sordo, cuelgan algunas banderas españolas como si el símbolo fuese en realidad un sarcasmo. El proletariado dando las gracias a una patria tacaña y fulera. Abismos. Esos mismos habitantes, cuando años más tarde vieron como frente a ellos les levantaban varias modernas moles de hasta diez pisos de altura, perdiendo la antigua vista de la ciudad, noche tras noche apedrearon las cristaleras.
«Las viejas fotografías claman por reactualizarse en el terreno, a pie de calle»
Jamás una total desvinculación con algo tan devastador como fue la guerra. El territorio hunde sus raíces en relatos orales y vivencias compartidas, en recuerdos que se convierten en objetos, letreros, nombres de calles, señales urbanas que tarde o temprano emergen. Las viejas fotografías claman por reactualizarse en el terreno, a pie de calle. Aquí la guerra nunca se fue: un grupo de milicianos, desde el tejado de la iglesia de Santa Cristina, otea el horizonte alertado ante el avance de las tropas fascistas, que esperan ver llegar en cualquier momento desde el acuartelamiento de Campamento. Es una calurosa mañana del 19 de julio.
Frente a estos se ve el edificio del Círculo Socialista Puente de Segovia (Paseo de Extremadura número 35), inaugurado en 1931, en la esquina de la calle del también socialista Jaime Vera y que el franquismo, sorprendentemente, pasó por alto. Aunque la fotografía es un posado, es espectacular. Hay hombres y mujeres, algunos apuntan con decisión, mientras abajo la calle es un hervidero de gente que pide armas. Hay barricadas y controles. A unos metros, en las tapias de la Casa de Campo, se entrenan cientos de milicianos improvisados a las órdenes del teniente coronel Mangada. La movilización es total y, al caer la noche, la zona se torna patibularia y siniestra. Los controles son constantes, lo mismo que las patrullas armadas en cada esquina.
Nada puede esconderse: la viga que aún cuelga media rota del techo del mercado de Tirso de Molina, el corazón de Puerta del Ángel, por culpa de un obús que no llegó a explotar (en un mercado republicano que inexplicablemente conservó su escudo durante la dictadura). Los fortines aún pueden verse en el cercano parque de Caramuel, por no decir que el incesante ir y venir de trincheras y nidos de ametralladoras de la Casa de Campo. Todo eso solamente puede contarse cantando con los pretextos más extraños. Como al entrar en un lugar tan gris y canibalizado como un supermercado Día (en el número 9 del Paseo de Extremadura) y, una vez allí, recrear como debió ser la sala Astoria, que estaba justo ahí, cuando el 1 de marzo de 1985 The Durutti Column pusieron música en clave marxista a lo que estaba pasando en nuestro país y en Europa donde los obreros y obreras eran diezmados y consumidos por el nuevo ocio. Aquella noche actuaron teloneados por ¡Ketama! Su cantante y guitarrista Vini Reilly regresó a nuestro país apenas dos meses más tarde para la «Semana de Córdoba», donde Julio Anguita, entonces alcalde de la ciudad, le entregó una guitarra fabricada por Juan Montero, uno de los luthiers más prestigiosos.
Astoria fue testigo de una época en la que Madrid estaba llena de cines en el extrarradio y que tanto acompañaron a los jóvenes de los barrios periféricos. Era uno de los muchos e históricos cines que tuvo el Paseo de Extremadura: Albarrán (posiblemente el primero del extrarradio), Lisboa, Chiki, Extremadura, todos ellos desaparecidos hace décadas. El edificio, antes de reformarse y ser el actual supermercado Día, era igual, al menos en su aspecto exterior, y en la otra punta, en la entrada por Laín Calvo, había una hermosa tahona llamada La Providencia.
El Paseo de Extremadura siempre tuvo un significado especial para propios y extraños, castizos de toda la vida o recién llegados. Era la puerta de entrada a Madrid, al menos para gente como un jovencísimo Pedro Aldomóvar, que llegó a la capital desde Extremadura y lo hizo entrando por la A-5, donde se dio de bruces con los cines Astoria. Aquel fue su primer recuerdo de «la ciudad de los cines, de los teatros, de los videoclubs».
EL PERRO SEMIHUNDIDO QUE SEÑALA LA MENTIRA
«El perro olfatea el horizonte. No sabemos si se hunde o intenta escapar de la muerte, pero en cualquier caso la ubicación actual es una broma de la historia riéndose de sí misma, una ensoñación con su mismo pasado: el perro señala el lugar donde una vez se levantó la mítica casona»
En 1986 Astoria cerró como discoteca y su final marcó el de una época, la de un Madrid rabiosamente heterodoxa y sorprendente que se desparramaba más allá del río, donde los edificios y emplazamientos son como vasos comunicantes. Hasta la última fotografía de la Quinta del Sordo tiene su conexión con el terreno. El fotógrafo habría estado emplazado muy cerca de donde hoy existe un enorme mural en la fachada de un edificio en Caramuel que muestra la obra Perro semihundido, uno de los cuadros de Goya más extraños y también entre los que se mostraban en las paredes de la Quinta. El perro olfatea el horizonte. No sabemos si se hunde o intenta escapar de la muerte, pero en cualquier caso la ubicación actual es una broma de la historia riéndose de sí misma, una ensoñación con su mismo pasado: el perro señala el lugar donde una vez se levantó la mítica casona. O quizás mira más allá, al Madrid reglado, al centro que entonces cada vez más implosionaba y se derramaba hacia las afueras.
Esta es una historia que solamente puede contarse sobre una base de destrucción. El lunes 4 de mayo de 1909 comenzó el derribo definitivo de la Quinta del Sordo, mientras algunas voces, no muchas, se alzaban indignadas ante uno de los grandes crímenes contemporáneos. Unos pocos, sabiendo de su inminencia, se apresuraron a acercarse hasta allí para echar un último vistazo, despedirse de la mortaja, mientras el paisaje cada vez se llenaba de más y más de edificios. Por entonces el barrio cambiaba a marchas forzadas. Décadas antes, Segundo Colmenares, uno de los propietarios de la célebre finca y promotor urbanista, comenzó a edificar frenéticamente, bajo un modelo cuadriculado, en las cinco calles que llegaban desde la Quinta hasta el Paseo de Extremadura, donde la calle doña Urraca y doña Elvira fueron las primeras, mucho antes que el resto, que serían arrasadas tras los bombardeos de la guerra (en la zona, de los 1255 edificios que había antes de la contienda, 586 fueron completamente destruidos). En una subasta poco concurrida, Colmenares recibió la finca de manos de Mariano, nieto de Goya, que a su vez, con las pinturas negras en su interior, la había recibido del pintor mediante donación. Sucedió en 1859 y, al año siguiente, Colmenares se desprendió de esta y la entregó a un financiero, Louis Rodolphe Caumont, a quien la compraría en 1873 un barón belga llamado Erlanger.
«El perro es quien señala la mentira. El Ayuntamiento no hizo nada para evitar su derribo en 1909, pero cuando hace años colocó una placa para recordar su ubicación se equivocó en el emplazamiento, situándola en un lugar equivocado. Jugó así al despiste. La placa fue una táctica al servicio del olvido»
El perro es quien señala la mentira. El Ayuntamiento no hizo nada para evitar su derribo en 1909, pero cuando hace años colocó una placa para recordar su ubicación se equivocó en el emplazamiento, situándola en un lugar equivocado. Jugó así al despiste. La placa fue una táctica al servicio del olvido, una bruda artimaña de topógrafos y burócratas, el desdén y la altanería política. Para saber su ubicación exacta hay que situarse frente a su placa (la falsa) y tomar la estrecha calle de la izquierda, Juan Tornero, subir la pronunciada cuesta al lado de un extraño solar abandonado, casas de dos pisos junto a otras nuevas, talleres mecánicos (este es el barrio de las reparaciones, la grasa y los desguaces), y avanzar hasta la esquina con Caramuel. La pendiente, a pesar de los cambios en el terreno, es pronunciada. Al mirar hacia abajo se entiende el lugar elegido por el pintor. Libre de edificios, Madrid era un bello libro abierto.
Ahora el visitante entra en una zona de fuerza. Ha avanzado hasta las alturas y las atalayas naturales del lugar. Bienvenidos al Cerro Bermejo. Y más arriba, el Cerro de los Cuervos, un nombre goyesco y que un escritor describió en su día como un «montículo de barro y basura». Desde allí aún, si contemplamos el horizonte (Palacio Real, Iglesia de San Francisco…), se entiende la maravillosa descripción que hace un siglo hizo de este mismo lugar Vicente Blasco Ibañez en La Horda: «Se metió en la tienda, seguida del muchacho, y Maltrana permaneció abstraído en la contemplación de Madrid. Vista desde allí, la población era monumental, soberbia. Pocas capitales de Europa parecían tan hermosas. Al frente, la enorme masa del Palacio Real, con sus pilastras salientes cortando las negras filas de ventanas. A un lado, la colina del Príncipe Pío, coronada de cuarteles; al extremo opuesto, la cúpula de San Francisco el Grande y el Seminario. Arriba, el cielo sin una nube, límpido, como si su azul lo hubieran lavado las últimas lluvias, con una diafanidad que absorbía y borraba instantáneamente el humo de las chimeneas. Abajo, en los declives que conducen al Manzanares, grandes masas de vegetación: las arboledas del Campo del Moro, de la Virgen del Puerto, de la cuesta de la Vega. La masa blanca del caserío partíase más allá del puente de Segovia, y una línea metálica, una barra horizontal y negra, unía los dos lados de este corte: era el Viaducto. Madrid, visto desde allí, parecía una capital portentosa, una imponente metrópoli. Entre el azul del cielo y el verde de los árboles alineábanse las más solemnes manifestaciones de su vida, sus más poderosas grandezas. La vivienda de los reyes en medio; a un lado, los cuarteles, sobre aquella colina que era el monte de Marte de Madrid; al opuesto, el templo suntuoso, que parecía aplastar con su grandeza las casuchas inmediatas, y otro cuartel sin armas, donde se albergaban los reclutas de la fe vestidos de negro. Nada faltaba: era la imagen completa de la nación; todo parecía haberse concentrado en esta cara monumental de la gran villa». Seguidamente, el relato posa su mirada en lo cercano, en las casuchas miserables de este lado del río, aquellas que rodeaban la Quinta del Sordo, el arrabal en expansión: «Después, su mirada se fijaba en la parte de acá del río. Grandes tejados rotos, con anchas brechas por las que se colaba el aire y la lluvia. Eran caserones abandonados que servían de albergue a los miserables. Junto a ellos brillaban al sol las cubiertas de cinc herrumbroso y las latas viejas de las cabañas de los mendigos. El hormigueo de la miseria también estaba allí. También acampaban frente a esta cara de Madrid, que era la más hermosa, los vagabundos, los desesperados, los abortos de la sombra, toda la muchedumbre que él había visto una noche, con los ojos de la imaginación, rondando en torno de los felices, de la caravana dormida en el beatífico sopor del hartazgo».
En un cruce de calles, una tarde, me llevé un ejemplar del libro e hice la prueba. No hizo falta mucho más para comprender que aún resonaban las palabras. A mi espalda, mientras oscurecía se abría la calle Grandeza Española, dedicada a aristócratas y «grandes» de la nación defensores del Higienismo, una corriente que intentaba que los obreros pasasen a vivir en condiciones no tan deplorables y que edificó cientos de casas de ladrillos, muchas de las cuales aún permanecen, en lo que se conoció como la Colonia Obrera de la Reina Victoria, el segundo núcleo histórico de población junto a lo que en los años veinte se conocía popularmente como el barrio de Colmenares, las cinco calles que van desde Juan Tornero hasta el Paseo de Extremadura. Seguí caminando extrañado por la ausencia de ruidos y ajetreo, en un ambiente de pueblo y arriba, en lo alto de la calle, tras atravesar viviendas, más talleres, lavanderías y gimnasios, hallé un insólito edificio modernista en su número 47, sede de aquel movimiento, donde en lo alto se lee «Laboremus».
Por entonces, en los tiempos en que fue derriba la casa de Goya, el paisaje había cambiado mucho. Cuando el pintor compró la finca, aquel emplazamiento era un sitio agradable para vivir. Tenía muy cerca la Casa de Campo, adonde solía ir a pasear y cazar. Las vistas eran indudablemente hermosas, lo que reflejó en algunas de sus obras, una suave pendiente le ofrecía una gran panorámica de la ciudad, de casi toda la urbe. Incluso en un lateral podía contemplar la Sierra de Guadarrama. Nada se le interponía en medio. Salvo la presencia de lavaderos, ventas o paradores, lo que existía eran huertas de secano y cereales, a las que más tarde se unieron colmenares, tejares, escombreras, vaquerías o herrerías que se trasladaron a este otro lado del río para evitar la subida de precios del centro.
Ahora, a comienzos del siglo XX, ya es otra cosa. La población, en el llamado arrabal del Puente de Segovia, ha aumentado hasta los tres o cuatro mil habitantes. Estamos en la expansión de los suburbios, la ciudad-zoco de Baroja, esa Corte que describió como una «ciudad de contrastes», presidida por una «luz fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro; vida africana, de aduar, en los suburbios». A la derecha, junto al otro lado del río, el distrito de la Inclusa era foco de chabolismo y pobreza, lugar plagado de hampones y golfillos que se repartían la miseria. Pero el otro lado del río empieza a competir con este en un proceso de ocupación del territorio progresivo. La pobretería y el arrabal se desparraman. Madrid, que ya contaba con medio millón de habitantes, no podía contenerlo, aunque sus bajos fondos siempre fueron desordenados y hasta insólitos: muy cerca de la Puerta del Sol se multiplicaban las calles estrellas y angostas, oscuras y siniestras, llegando hasta Tetuán de las Victorias, fortín de anarquistas, o por supuesto a los altos de Lavapiés (Esgrima o Encomienda, nuestro pequeño barrio Chino). Hauser estimaba que por aquellos años la ciudad contaba con unos diez mil traperos, que día y noche recogían chatarra y basura en carretas tiradas por burros que se convirtieron en parte del paisaje típico de la ciudad. Hoy, esos mismos traperos, más modernizados, son la última resistencia; posiblemente sea el empleo más antiguo en proceso de desaparición. Los seguimos viendo a casi cualquier hora, sobre todo en los barrios populares (los ricos tiran sus basuras casi siempre en secreto), en camiones tuneados capitaneados por chavalería gitana que habla a voces y hace equilibrismos.
El Paseo de Extremadura fue y es la entrada y salida de la ciudad. También uno de sus focos de contaminación. Al inicio del Paseo siempre hay prisa. La ciudad vomita a sus intrusos o bien son estos los que despavoridos huyen del monstruo. Las islitas naturales del río Manzanares son extensiones de lo que uno se encuentra al otro lado del río. Ciudadelas y contrastes, un pandemónium de ladrillo y cemento, casi interminable, en un Sur que es representado en mapas con la escala alterada. Patearlo es un imposible pero es ideal para deambular sin rumbo y observar como el territorio ha ido cambiando aunque sin barrerlo todo, como siempre sucede, y los vestigios adquieren su propia naturaleza. Según subimos hacia el Alto de Extremadura y atravesamos la de Guadarrama, que hace de pequeño centro vital de la zona, para torcer hacia la izquierda hasta adentrarnos en el Paseo de los Olivos, todo cambia. Jardines abandonados, pintadas extrañas, amasijos de cables apelotonados en fachadas de edificios ennegrecidos, casas insólitamente hermosas, colonias con minúsculos palacetes, plazas convertidas en fortificaciones, arboledas centenarias, campos de futbol junto a pequeños bosquecillos, bares que no son ni eso sino «ventas», talleres, estudios de grabación, corralas empobrecidas, casas tapiadas o devastadas por incendios.
La Colonia de los Olivos, situada entre calles santificadas (San Canuto, San Fulgencio, San Timoteo y San Benigno), es una zona de transición. No son exactamente corralas, aunque el tradicional patio interior es sustituido por una larga «galería de fachada». Fue levantada en 1947 por la Dirección General de Regiones Devastadas y contaron con la ayuda de Eva Perón. Sin embargo, hay zonas peligrosas. Se dice que en ocasiones los barrenderos pasan de largo pero también es verdad que aquí funcionan los rumores de espanto propios en los alrededores de estas viviendas muchas de ellas en nefastas condiciones y siempre bajo la amenaza de derribo.
Al llegar a Lucero, estamos en otro nivel. Es nuestro particular Blade Runner, una concentración pacífica de identidades foráneas y mundos distintos que sin embargo convergen, edificios apretujando edificios, callejuelas sin sentido y hasta chamarilerías que anuncian su negocio así: «Compra y venta de chatarra, papel usado y pan duro».
EL LUGAR DE LAS PINTURAS NEGRAS
«En 1909 fue derribada, aunque parte de los terrenos y alguna casucha para animales resistieron y vieron cumplir los peores presagios goyescos, una pesadilla anunciada también en sus Desastres, cuando se convirtió en frente de guerra y estuvo tomada por tropas fascistas»
A los pies de la Quinta, en 1883, arrasando una parte del terreno, su mismísima entrada, se inauguró la estación de Goya, que conectaría Madrid con los pueblos de la zona Oeste; Navalcarnero y Almorox como puntos clave. Hacia abajo, lindaba con el llamado Camino de San Isidro (hoy Paseo de la Ermita del Santo, justo debajo de la actual Saavedra Fajardo y Pablo Casals). En 1909, al poco de tomarse esta última imagen, fue derribada, aunque parte de los terrenos y alguna casucha para animales resistieron y vieron cumplir los peores presagios goyescos, una pesadilla anunciada también en sus Desastres, cuando se convirtió en frente de guerra y estuvo tomada por tropas fascistas. Aquí, desde el 13 de noviembre de 1936 hasta el final de la guerra, llegaron los militares. Negrura devorando negrura.
Sin embargo, para ahondar en el carácter fantasmagórico de la Quinta del Sordo, el edificio «reapareció» décadas después, en 1929, cuando se expuso una reproducción de esta en la Exposición de Sevilla.
Toda la zona es un mapa abierto. La ubicación exacta de la parte trasera de la Quinta del Sordo, donde una vez hubo un muro que la rodeaba, nos la brindó una fotografía tomada por Alfonso, que en mayo de 1924 se acercó al lugar para fotografiar lo que quedaba de este. En una de las imágenes se ve aún una desvencijada casita, posiblemente destinada al personal de servicio o los animales. A su derecha se distingue un edificio que aún hoy sigue intacto y cuya entrada corresponde al número 22 de la calle Caramuel, aunque da también a Juan Tornero. Frente a esta, a unos veinte o treinta metros, estaba la Quinta. La distancia, con respecto a la fallida placa del Ayuntamiento, es enorme. Una vez situados frente al edificio, si miramos hacia abajo, en dirección a esa misma calle de Juan Tornero y, a la derecha, la barriada, estaremos ante la Quinta del Sordo.
Pero existen otros signos, otras zonas de atracción y repulsión no tan evidentes. Puedes orientarte de otra manera. Camina unos pasos más abajo tomando la calle Juan Tornero y te encontrarás con un ramo de flores justo en uno de los edificios de la colonia obrera.
«Frente a él, a unos pasos, los rastros de la Guerra Civil, las pinturas negras, el arrabal, el Madrid de los contrastes (aquí, por supuesto, la oscuridad). Tambaleándose, se desplomó justo en el lugar que marcan las flores, a unos pasos de donde una vez estuvieron las pinturas negras»
Las flores y el «altar» se renuevan cada semana y, de vez en cuando, aparecen mensajes de pésame o recordatorios del llamado «niño Saez» (en realidad Francisco Javier Martín Sáez) asesinado de tres tiros por un desconocido el 14 de mayo de 2017. Su asesino, como si emulase a los legendarios mafiosos italianos, esperó a que visitase a su madre, que vivía cerca de allí, en la calle Saavedra Fajardo. Entonces le tendió una emboscada. Meses antes le habían disparado a quemarropa cuando estaba dentro de su coche, pero logró sobrevivir milagrosamente. Tenía 36 años y era uno de los butroneros más importantes del país. Fue tiroteado por un encapuchado (se sospechó que pudiera ser un miembro de una banda rival, narcos colombianos o incluso un policía resentido: el niño Saez también robaba depósitos judiciales) en Laín Calvo. Frente a él, a unos pasos, los rastros de la Guerra Civil, las pinturas negras, el arrabal, el Madrid de los contrastes (aquí, por supuesto, la oscuridad). Tambaleándose, se desplomó justo en el lugar que marcan las flores, a unos pasos de donde una vez estuvieron las pinturas negras. En el suelo, cubierto por una tela y rodeado de coches policiales y ambulancias, pronto llegaron las cámaras de televisión, que sin embargo no fueron bienvenidas. La chavalería del barrio amenazaba a los periodistas y gritaba el nombre de su «héroe» del barrio. La «clase» pervive. Este otro Madrid vive de forma distinta. Goya hubiera retratado al butronero.