El último paseo de Pío Baroja
/Las emocionantes y conmovedoras fotografías del último paseo del escritor por su amado parque de El Retiro. Murió tranquilo y feliz, junto a su inseparable boina
«Ahí, en un cajón del armario de mi cuarto tengo unos billetes. Haz con ellos lo que quieras», dijo Pío Baroja a su sobrino Julio Caro. Cuando este abrió el cajón y comenzó a contar billetes, no salía de su asombro. «Yo —confesó más tarde— sospechaba que tenía bastante dinero ahorrado. Pero mi sorpresa fue grande cuando me encontré el cajón lleno de billetes de todas las clases, desde los de peseta a los de mil, mezclados con calderilla, duros de nuevo cuño y pesetas. Toda una mañana me pasé contando y clasificando dinero». Al final, cuando terminó, le preguntó a Pío cuánto dinero creía que tenía. «¡Psé! Bastante. Lo menos ochenta mil pesetas», dijo con desdén. Se equivocó. La suma ascendía a setecientas cincuenta mil.
«Tarareaba canciones en rincones, divagaba sin aparente sentido. También componía nuevos textos a partir de otros existentes, cortando y pegando, formando extraños cuadernos»
El escritor, entonces con 82 años, se encontraba abatido tras la muerte de su hermano Ricardo. No tenía estima al dinero. Durante toda su vida trabajó duro para poder sobrevivir y, en ocasiones, sobre todo en los años de su juventud, viajó malviviendo por media Europa en busca de colaboraciones, piezas que colocar en periódicos y libros que publicar. Pío le entregó el dinero a Julio Caro para que este administrase su casa. No le importaba cómo lo hiciese. Al año siguiente, en 1955, veraneando en su casa de Vera de Bidasoa, la sensación de pérdida aumentó: tarareaba canciones en rincones, divagaba sin aparente sentido. También componía nuevos textos a partir de otros existentes, cortando y pegando, formando extraños cuadernos. Sin embargo, aunque su salud fue empeorando, siguió escribiendo prácticamente hasta casi el final. La arteriosclerosis imposibilitaba continuar, recibía visitas, que escuchaba casi siempre con atención aunque a veces lanzaba comentarios desconcertantes. Vagaba por la casa, se fumaba algún pitillo, sus noches eran agitadas. Su doctor y amigo Val y Vera lo atendía, junto a un joven doctor llamado Arteta. Sus habituales, en los últimos tiempos, eran Miss Joyce, una irlandesa profesora del Instituto Británico, Palmira Abelló, estudiante de Filosofía y Letras, así como una sobrinas del escritor Salvador de Madariaga y su sirvienta Clementina Téllez, muy unida a él.
«LA BOINA ERA EL SÍMBOLO»
«Por vez primera don Pío los miraba desde la cama del hospital sin su clásica boina, sino con el típico gorrito blanco de enfermo. Jaime Arias, un periodista catalán presente en el hospital, lo vio y con tristeza dijo: “La boina era el símbolo. Es como si hubiera dejado de ser don Pío”»
En aquellos sus últimos momentos su carácter se hizo extremadamente dulce. Su timidez y sus célebres arremetidas de ira, generalmente ante injusticias o violencias, sobre las que tanto se habló y escribió, desaparecieron. Estaba en calma. Parecía disfrutar de una sensación de placidez, un dejarse abandonar sin cargas. El 28 de diciembre, día de su cumpleaños, lo festejó con sus amigos. Sus invitadas recibían su atención. Pío les preguntaba si acaso no era ya noche avanzada y que, si lo deseaban, este las podría acompañar, a pesar de estar ya muy débil y cansado.
El año de 1956 fue el final; sus paseos desaparecieron, padecía sonambulismo y se mostraba taciturno y padecía una enorme debilidad. A las seis de la mañana del 20 de mayo se cayó al suelo, fracturándose el fémur derecho. No había sido la primera caída, pero esta vez las consecuencias eran mayores. Desde el suelo, miraba a Clementina y a Julio Caro con actitud indiferente. Val y Vera confirmó la gravedad y Gregorio Marañón, que llegó más tarde, quedó conmocionado. Una lesión de ese tipo podía significar una pronta muerte para alguien tan débil. Sin embargo decidieron someterlo a una operación, que se llevó a cabo en un hospital en el barrio de Argüellles. Durante el trayecto, confuso, deliraba. Se pensaba que iba en tren en dirección a Vera. La intervención, que se pensaba fatal, fue un éxito. Por vez primera don Pío los miraba desde la cama del hospital sin su clásica boina, sino con el típico gorrito blanco de enfermo. Jaime Arias, un periodista catalán presente en el hospital, lo vio y con tristeza dijo: «La boina era el símbolo. Es como si hubiera dejado de ser don Pío». No sabía bien dónde estaba. Balbuceaba o decía frases sin coherencia. Pero, sobre todo, cantaba. Las enfermeras se habituaron a ello. Cuando le tenían que hacer alguna cura o cambiarle la ropa, le preguntaban si quería cantar con ellas. Y lo hacía: antiguas zarzuelas o cuplés, cosas que le llegaban desde otro tiempo. La Gran Vía, El año pasado por agua.
EL FINAL
Tras unos días volvió a su casa madrileña de la calle Ruíz de Alarcón, pero aunque al principio parecía haber mejorado entró rápidamente en una fase de extrema debilidad que le impedía incluso estar sentado en la cama. Así es como recibió el 9 de octubre al escritor Ernest Hemingway, admirador suyo, que se deshizo en halagos hacia él y le confesó que el Nobel de Literatura debía haber caído en sus manos. Trajo, como presente, una botella de buen whisky escocés, que solía gustarle a Pío, pero que esta vez fue incapaz de tomar. Las palabras de Hemingway le llegaban lejanas; parecía no entenderlo. Miraba al techo y, en ocasiones, sonreía. Cuando caía la noche del 29 de octubre su situación empeoró mucho. A las tres de la tarde del día siguiente agonizaba. A las cuatro, los doctores confirmaron su fallecimiento.
Estas imágenes, que conserva la Biblioteca Nacional, corresponden al último paseo de Pío Baroja en octubre de 1955, un año ante de su muerte, por su querido Retiro y la Cuesta de Moyano, las hileras de casetas de libros de viejo que tanto frecuentó. Los libreros y transeúntes se paran a saludarle y rendirle pleitesía. Hace frío y se halla abrigado con un largo abrigo, bufanda y su inseparable boina, que solamente dejaba de lado, cambiándola por un sombrero, en sus viajes al extranjero. Se sostiene con un bastón. Le acompañan Val y Vera y Palmira Abelló. En una de las fotografías, la más emocionante, esta se haya subida a una fuente y lee un fragmento de uno de sus libros. Pío parece mirar más allá, al infinito, rememorando personajes y lugares. Y sonríe.