Los «cervezómanos» derrotados por la chiquillería
/La plaza de Santa Ana, en el centro de Madrid, en los años en que aún había plaza, una gran extensión polvorienta, vivió el auge de las cervecerías, destacando la cervecería Santa Ana. Los clientes fueron llamados «cervezómanos» y tomaron el espacio que tradicionalmente reservado a los juegos de los niños. El 17 de junio de 1935, Crónica publicó un hermoso reportaje, con fotografías de la plaza, que explicaba los cambios y la «lucha» a muerte entre la chiquillería y los «cervezómanos».
Conservaba uno de la plaza de Santa Ana de hace varios años un recuerdo sobre el cual el tiempo había puesto sucesivos velos, haciéndolo cada vez más borroso. No tan borroso, sin embargo, como para olvidar que era una plaza con color y carácter propios, con bancos de madera sobre los que algunas parejas de enamorados entonaban todas las noches la canción eterna, y con macizas de hierba, junto a los cuales los «cervezómanos» habían establecido su paraíso en el corazón de la ciudad.
Sobre los pequeños veladores se elevaban torres de fieltros, y unos hombres de chaqueta blanca y bandeja cruzaban repetidamente la calle, buenos toreros de automóviles, trayendo vasos llenos y llevándose vasos vacíos, mientras otros hombres, de chaqueta blanca también, ofrecían su mercancía a los devoradores de mariscos. Los niños no entraban en estos jardines, donde los bebedores de cerveza, al llegar el buen tiempo, se daban cita todos los días. Cuando algunos se atrevían a corretear por entre las mesas, parroquianos, camareros y vendedores de mojama consideraban el acto como una profanación intolerable, y de un modo nada cordial los alejaban de aquellos lugares sagrados. En el centro de la plaza, un Calderón de la Barca, blanco, de mármol, y serio de contemplar un espectáculo invariable, era como el presidente honorario de los «cervezómanos». Cuentan que algunas noches bajaba de su pedestal para tomarse una caña. Pero esto no pasa de ser una leyenda inventada por un camarero andaluz y borrachín, que aseguraba, además, haber visto alguna vez a Calderón volver con mucho disimulo la cabeza para contemplar las pantorrillas de una señorita mal vestida de piedra —la señorita Musa o algo así— que está detrás de él como si se hubiera escondido para jugar al orí. Naturalmente, se trata de otra patraña, a la que ningún hombre serio ha de dar crédito.
El célebre don Cecilio, terror de los jardines, acabó de pronto con aquel carácter y aquel color de la plaza de Santa Ana. Aprovechó el invierno, cuando los «cervezómanos» no podían verle, y se llevó todo el verdín y todos los bancos de madera. La verdad es que la plaza tuvo entonces durante algunos días un aspecto desolado, y Calderón quedó en esa situación desairada y triste en que queda siempre un bloque de granito abandonado en medio de un solar. Después pusieron unos bancos de azulejos, de un evidente mal gusto, pero, en compensación, bastante incómodos. La plaza había sufrido una transformación completa. El paraíso de los «cervezómanos» se había perdido. La chiquillería inició la reconquista —digo reconquista porque supongo que los niños debieron jugar en la plaza de Santa Ana antes de que los de la caña y el cangrejo decidieran establecerse allí— de una tierra que les pertenecía.
Vencieron, pero fueron piadosos con los vencidos. No los echaron a patadas, como habían hecho con ellos. Y si pasáis ahora por la plaza de Santa Ana, veréis a los bebedores de cerveza que están allí como de prestado, por favor especial de la infancia. El polvo que levantan los chicos al correr cae de vez en vez sobre los vasos de cerveza. Es el único castigo de los triunfadores, y los derrotados lo aceptan sin protesta. Otros se acercan y piden una gamba. Es el tributo que impone el vencedor. Lo malo es que si pagáis el tributo, el cobrador se va a contárselo a sus amiguitos, y al momento se presentan nuevos cobradores dispuestos a acabar con la ración de gambas. El caso es que la plaza de Santa Ana tiene hoy una fisonomía completamente distinta a la de ayer: más simpática y, desde luego, de un colorido mucho más acusado. Con los niños han entrado en ella criadas, amas de cría, mamás, comadres, compadres, militares sin graduación, viejos que miran con ojos tiernos, barquilleros, cochecillos para bebés... Dar la vuelta a uno de los grandes bancos circulares, a los que un árbol de inmensa copa sirve de paraguas cuando llueve y de sombrilla cuando hay sol, es asistir a un espectáculo gratuito y pintoresco, y contemplar una serie de personajes de comedia, de drama y, sobre todo, de sainete. Junto a un obrero sin trabajo, pálido y sin afeitar, que rebusca inútilmente en su bolsillo un poco de polvo de tabaco, dos compadres practican el sagrado rito de la murmuración.