La pasión de Camilo Sesto
/Alana Portero llora la muerte del gran Camilo Sesto: «Perdemos sentido del espectáculo, decadencia, divismo y concesiones extremas a lo hortera. Perdemos la capacidad de rendirnos a un ser divino y la catarsis cruel de poder destruirlo»
POR ALANA PORTERO
Amigas, se ha muerto Camilo Sesto y nos ha pillado con el pie cambiado, la bata puesta y los tacones guardados. Nos hemos confiado apelando a esa pátina de formol y cera que parecía cubrir su rostro las últimas décadas y a esa mata de pelo de quita y pon con forma de mapache castañito que parecía no perder lustre nunca.
Corremos un tupido y respetuoso velo ante ese «Mola mazo» que tan difícil nos está haciendo las hagiografías. Del himno del Bujalance me cuesta pasar tan alegremente. Aquella imagen con gorra roja, bufanda y palidez demoníaca arengando a la afición del equipo cordobés posiblemente compita con la confesión de Lydia Lozano sobre la desaparición de Ylenia Carrisi como el momento en que termina la posmodernidad y da comienzo otra cosa, que Donna Haraway le ponga nombre porque yo no me atrevo.
PULSIÓN DE DIGNIDAD
«En toda aquella época previa a su definitivo encierro y retirada había una pulsión de dignidad que me conmovía de verdad»
En este arranque de texto estoy colaborando con el fuego amigo que redujo la figura de Camilo Sesto a un patetismo público que no se merecía. Una se siente como en Divinas Palabras yendo a ver a Laureaniño cuando pasa por el pueblo. Ese Camilo finisecular llevado de plató en plató para entretener con arranques de canciones a grito pelado a señoras que se reían muy alto y a señores que se dormían despatarrados en directo es un poco la imagen de Laureaniño siendo emborrachado por las risas hasta que no puede más y revienta. En toda aquella época previa a su definitivo encierro y retirada había una pulsión de dignidad que me conmovía de verdad. Hacía tiempo que la prensa española había decidido el despedazamiento público de este hombre agarrándose a sus peculiaridades. Lo exhibían, pinchaban un poco su orgullo para que soltase alguna astracanada o se arrancase a cantar para demostrar que aún quedaba genio en esos pulmones. Era triste y nos lo tragábamos con ganas porque somos así, un estado unido por la necesidad de transformar a los ángeles en jorobados con la cara pintada y cascabeles en el gorro. Nos une la animosidad de la sanguijuela y la habilidad para encontrar la grieta a partir de la cual quebrar a cualquiera y descojonarnos haciéndolo. Esto no es ni malo ni bueno, simplemente es.
HUBO UN TIEMPO
Hubo un tiempo en que Camilo Blanes fue el rey del mundo. Un tipo que miraba a los ojos sin bajar la mirada a cualquier estrella de la música con la que compartiese espacio, camerino o espectáculo. Sus dos primeras bandas, Los Dayson y Los Botines, quizá fueron las formaciones españolas que mejor asimilaron el sonido Beatle, los arreglos de Camilo eran valientes, era un tipo que hacía lo que quería y que tenía un instinto milagroso para montar letras sobre melodías. Más allá de sus exitazos de karaoke y descamise —quien se vea capaz que intente igualar el entusiasmo fiestero y dramático que generan algunas de sus composiciones en más de tres generaciones—, estamos hablando de un tipo que adaptó una ópera rock de Andrew Lloyd Webber y la trajo a España cuando por aquí ni había nociones de que tal concepto fuese posible. Jesucristo Superstar fue más que una adaptación, fue una reescritura virtuosa que dejó a la España de los años setenta con la boca abierta, cara de interrogación y dolor de manos a base de aplaudir.
«Con sus circos y sus éxitos demoledores, con la muerte de Camilo Sesto no solo se va un talento desmesurado, sin él perdemos dramatismo, teatralidad, exceso y melodrama gratuito»
Camilo cantaba lo que quería y en el registro que quería, sin límites, tomó el camino de la canción melódica pero podría haber hecho un mano a mano con Ian Gillan y haber salido más que airoso —a «Getsemaní» me remito—. Llenó el Madison Square Garden y tuvo show en Las Vegas, como Elvis, Liberace, Celine Dion y Mariah Carey.
Fuera del escenario y hasta su descalabro público del siglo XXI supo ser estrella como los grandes. Esquivo, ambigüo, misterioso, lejano, extraño y de alguna manera también excesivo. Como un ermitaño inmortal que lleva siglos esperando visita en cualquier momento y siempre lo tiene todo en perfecto estado; obsesionado por conservar la juventud y resultar seductor, como las divas eternas y tristes, como una Madame de Merteuil alcoyana desmaquillándose ante el espejo sabiendo que esa noche tampoco recibirá visita.
Con sus circos y sus éxitos demoledores, con la muerte de Camilo Sesto no solo se va un talento desmesurado, sin él perdemos dramatismo, teatralidad, exceso y melodrama gratuito. Perdemos sentido del espectáculo, decadencia, divismo y concesiones extremas a lo hortera. Perdemos la capacidad de rendirnos a un ser divino y la catarsis cruel de poder destruirlo.
Solo por eso, merece la pena llorarle.