Matar al Rey. El primer juicio mediático en España
/En 1879, Francisco Otero atentó contra Alfonso XII y su esposa, que salieron ilesos. Los detalles del juicio posterior monopolizaron la atención de periódicos y revistas, que lo convirtieron en el primer juicio mediático de la historia de España.
«Esta tarde a las cinco y cuarto, cuando SS. MM. el rey y la reina se retiraban de pasear por el Retiro, un joven, como de unos 19 años, al penetrar el coche regio por la puerta del Príncipe, y ocultándose con el centinela y la garita de la izquierda, sacó el brazo, armado con una pistola de dos cañones, y disparó consecutivamente los dos tiros sobre las reales personas, sin que afortunadamente tocasen ni aun al carruaje en que iban».
Así contaba La Gaceta Universal del 30 de diciembre de 1879 el modo en que Francisco Otero había intentado terminar aquél día con la vida de Alfonso XII. El mismo diario contaba que después salió corriendo a través de los jardines de la plaza de Oriente con la intención de llegar a la calle de Bailen. Pero antes de conseguirlo fue atrapado por un grupo de soldados, paseantes y policías que corrían tras él.
A partir de este hecho se desencadenó un fenómeno mediático que no se había dado hasta entonces en el país. Tanto, que llegaría a tener su eco en la prensa extranjera, especialmente en la francesa, que siguió con mucho interés todo lo que iba sucediendo en torno al asesino frustrado. Le Monde Ilustré, por cierto, hizo un curioso ejercicio creativo a la hora de narrar lo que iba ocurriendo, decorándolo con detalles muy del gusto de los amantes del exotismo con el que se miraba a este país. Así por ejemplo, puede leerse entre sus páginas que fueron dos aguadoras que tenían su puesto en la plaza, junto a una estatua de Alfonso X el sabio, las que se lanzaron sobre él y lo retuvieron agarrándole del cabello.
La prensa, la clase política, las conversaciones en las tabernas e incluso las obras literarias, hicieron todas un hueco a este suceso que, por sus implicaciones y características se vio como algo bastante singular. El mismo Benito Pérez Galdós, se inspiró en el caso de Otero para crear el personaje de Mariano Pecado en La Desheredada, un ser atormentado que, para hacerse notar, decidía cometer un crimen sonado.
Retrato de un asesino
Francisco Otero llegó a Madrid procedente de Lindin, una parroquia del concello de Mondoñedo, unos cuatro años antes del hecho, cuando apenas habría cumplido los 16. Se colocó en un puesto de pan de la calle de la Luna, pasando después a una pastelería de la calle del León, a la de Cobo en la calle de la Aduana, y finalmente a la calle de Milaneses, que abandonó el 3 de diciembre de aquel 1879.
Desde entonces se dedicó, según contó él mismo, «a la ociosidad y a la vida errante», pasando «las noches en los teatros, en el café del Gato o en el Habanero, y luego, a última hora, se entregaba al sueño en las buñolerías, designando como una de ellas la de la calle de Ciudad-Rodrigo». Contaba el propio Otero que ya entonces se sentía «tan desesperado, que quería matarse o matar a alguien».
Con esa idea rondándole en la cabeza cambió en el Rastro de Madrid un revolver que había comprado en Toledo por una pistola. Pocos días después, el arma le fue requisada al herir con ella a una mula mientras la probaba disparando en los desmontes del Retiro inmediatos a San Jerónimo. Pero esto no le detuvo en sus intenciones y, pocos días después, regresó al Rastro para hacerse con una nueva pistola.
En lo que él llamaba su vida ociosa y noctámbula, frecuentaba la compañía de un tal Antonio García Cuervo, almacenista de aguardientes de la Cava Baja. Con este fue en una ocasión a tomar unas copas a la bollería de Antonio Pérez Cobo, en la calle de la Aduana, donde Otero había servido como dependiente.
Según contaron diferentes testigos, Otero hablaba con su compañero y el dueño de la bollería de que «no trabajaba ni quería trabajar», y que los malos consejos de uno de ellos, Antonio García, le habían llevado a una situación en la que solo deseaba «pegarse un tiro». Parece ser que el tal García no se dio por aludido por aquellos reproches y, lejos de callarse, añadió a lo dicho por Otero que «él, antes de matarse, moriría matando, y que en su lugar mataría al rey». A esas alturas de la conversación, y dado el tono que estaba tomando, no es de extrañar que en las declaraciones posteriores fueran varios los testigos que manifestaran haber puesto el oído a lo que allí se decía, y escuchar cómo, entre García Cuervo y Pérez Cobo, fueron espoleando a Otero.
Así, se sabe que Pérez Cobo añadió a lo dicho por García que él haría lo mismo, afirmación a la que también se unió Otero. «¡Mucho genio tienes tú!», le respondieron. «Tengo bastante», contestó Otero. Y desde aquel mismo momento se decidió a «matar al rey, habiendo resuelto, como ocasión más favorable, ejecutarlo en uno de los días en que Su Majestad tiene de costumbre ir a Atocha».
El sábado anterior al atentado esperó bastante indeciso con la pistola en la Puerta del Sol, «junto a la fuente» y, a eso de las cinco, se retiró por creer que el Rey estaría ya de vuelta en palacio. Volvió al mismo lugar la tarde del suceso, sabiendo que hacia esa hora los reyes regresaban del paseo. Cargó el arma mientras simulaba estar orinando en una columna mingitoria inmediata a la calle del Arenal. Allí montó la pistola y, escondiéndola en el bolsillo interior de la chaqueta, siguió la marcha del coche del Rey por las calles Mayor, de Milaneses, de Santiago y de Requena. En esta última pudo adelantarse a ocupar el lugar desde el que realizó los disparos, porque los caballos marchaban despacio a causa de la escarcha que cubría el suelo y los hacía resbalar.
El primer juicio mediático
El proceso contra Otero tuvo una enorme repercusión en la prensa. En él se mezclaban los principales ingredientes para convertirse en uno de los primeros grandes juicios mediáticos de la historia de España: un ataque a la restaurada figura del rey, un momento histórico en el que los atentados a la realeza empezaban a ser cada vez más frecuentes, y la sospecha de que tras todo ello podía existir una conspiración política procedente del anarquismo, o incluso desde las filas del carlismo. Algunos, incluso veían en el nuevo influjo que estaba tomando el informar tan detalladamente sobre sucesos, la causa de todos estos atentados.
Esta llamativa novedad coincidió con lo que trasladaría después Galdós a su Desheredada. Por ejemplo, el quincenal La raza latina de 30 de diciembre de 1879, decía a cuenta del atentado de Otero: «El amor a la notoriedad ha producido más crímenes que la miseria y los malos instintos. Ya no nos satisface la novela, ni los episodios dramáticos; queremos devorar causas célebres, ver palpitar las entrañas de la víctima, asistir a su ejecución y conocer los detalles de su vida. Troppman es tan conocido en el mundo como Edisson; para las inteligencias cortas y los corazones podridos, la gloria es solo que hablen de uno».
Sin embargo, la realidad iba ya por caminos muy diferentes. Troppman empleaba a Edison. El entusiasmo por difundir las noticias de sucesos a la mayor velocidad y distancia, habían convertido a estas en una nueva y valiosa mercancía: «A las seis de la tarde en París se sabía lo que pasó en Madrid de diez a doce de la noche. Tan grandes adelantos en la telegrafía no se podrían comprender si Cánovas no fuera presidente del Consejo, y Toreno ministro de Estado. Raro ejemplo de adivinación eléctrica», decía con bastante sorna El Demócrata del 3 de enero de 1880.
En Francia parece que se tomaron el intento frustrado de Otero casi tan en serio como en España, quizá aún más, si se lee lo que manifestaba la prensa conservadora y legitimista. Le Pays, por ejemplo, aseveraba: «ese acto criminal puede determinar una presión de las cortes europeas sobre el ánimo de Enrique V, único candidato monárquico posible hoy en Francia, para empujarle al trono, y aventar de una vez este foco republicano, que a poco que dure es capaz de apestar a toda Europa».
Indudablemente era el oportunismo político lo que empezaba a apestar a toda Europa a través de los medios y, antes de que se iniciara el juicio a Otero, ya se había especulado con las diferentes implicaciones que podían existir tras la ejecución del atentado. Pero la mayor parte de ellas se verán anuladas al poco de ser puesto el acusado ante la mirada del público en las primeras jornadas del juicio.
Desde el mismo momento en que comenzó la vista, hacia las 11 de la mañana del 6 de febrero de 1880, los principales diarios de la capital y muchos otros de las provincias y el extranjero informaron con todo tipo de detalles sobre el desarrollo del juicio. La Discusión, Diario Oficial de Avisos de Madrid, La Crónica de Cataluña, La Época, La Correspondencia de España, El Imparcial, y otros muchos transcribieron en sus crónicas judiciales todos los detalles del proceso. Nunca hasta entonces se había dado un caso así, ni siquiera el reciente del anarquista Moncusí.
Esto tuvo su lógica retroalimentación con el público, que comenzó a interesarse apasionadamente por el juicio. Así lo contaba el Diario Oficial de Avisos de Madrid: «Desde las primeras horas de la mañana un gentío inmenso principió a concurrir a las galerías que dan acceso al juzgado de primera instancia de Palacio, en donde, según habíamos anunciado, debía tener efecto hoy la vista de causa del regicida Otero». Este mismo gentío tuvo que ser desalojado en alguna ocasión del interior del juzgado por el escándalo y las protestas que se produjeron durante el proceso.
En aquellos días, la prensa publicó numerosos artículos de opinión que aparentemente complementaban las noticias aparecidas en los diarios, con la intención de ofrecer algo más a su público. Estos artículos de opinión evaluaban el caso de Otero en términos políticos, morales y culturales: se buscaba el origen del crimen en las «nuevas ideas», en la falta de fe, en la carencia de formación…
Atento a estas valoraciones, el defensor de Otero aseguró que no habían entrado en él las ideas «perniciosas» que se encuentran en algunos libros, pues «en toda su vida se había ocupado en leer absolutamente nada, fuera de algunas noticias en un periódico callejero o algunos chascarrillos en un libro de chistes». Esto chocó con la información que dio El Imparcial del 10 de febrero, sobre el modo en que el acusado ocupaba su tiempo en prisión: «pasa los días y las noches tranquilamente, y rehusa los ofrecimientos de libros religiosos, pidiendo en cambio una novela titulada Los hijos del pueblo, y una geografía, estudio que le agrada según parece».
A pesar de ello, una de las pocas cosas en las que estuvieron de acuerdo tanto acusación como defensa fue en que «Otero no tiene ideas ni opiniones políticas. Jamás se ha ocupado en eso (…) y que solo sentía que la provincia en que nació (la de Lugo) sea la menos atendida de España, aunque haciendo constar que esto no le indujo a cometer el delito por que se le persigue».
Con todos estos mimbres, la defensa quiso apuntalar sus argumentos apoyándose en el testimonio de un equipo de médicos alienistas. A la cabeza de ellos estaba el afamado republicano José María Esquerdo, el mismo que meses después diagnosticaría la locura de Juan Díaz de Garayo El Sacamantecas. Según su dictamen «Francisco Otero y González presenta los caracteres de un imbécil en el sentido intelectual y un idiota en el sentido moral».
Pero esta tesis no prosperó al ser desmontada por la acusación. También se rechazó la posible implicación o inducción por parte de García Cuervo y Pérez Cobo, y en nada se tuvo en cuenta su nula intencionalidad política. El 9 febrero, apenas tres días después de iniciarse la vista, el tribunal condenó a Francisco Otero, que estaba ausente de la sala, a la pena de muerte en garrote. Cuentan que cuando se le comunicó, poco después, se limitó a preguntar «¿Y cuándo? ¿Será pronto?».
Quedaba por confirmar la sentencia y esperar que se le concediera el perdón que comenzaba a solicitarse desde diferentes medios. Mientras tanto, estos hicieron un seguimiento detallado del día a día del condenado en prisión: lo que come, cuanto reza, quién le visita, cómo está su ánimo… Todo. Nunca hasta entonces habían dedicado tales extensiones en la prensa a un caso semejante.
Poco más de una semana después de iniciada la vista, el 15 de febrero, La Iberia se apresuró a anunciar que ponía a la venta la: «Causa seguida por el Juzgado de primera instancia del distrito de Palacio de esta corte contra Francisco Otero González por el delito de regicidio frustrado. Comprende la acusación fiscal, la defensa y la sentencia recaída. Se halla a la venta en la administración de la Gaceta Forense, calle del Espíritu Santo, Madrid, al precio de 2 rs. Se remiten ejemplares á provincias, previo el pago de los mismos».
Casi un mes después, el 14 de abril, El Diario Oficial de Avisos de Madrid recogía que el día anterior el acusado ha entrado en capilla. El extenso relato era precedido de una forzada disculpa: «Antes de dar principio a nuestra triste tarea séanos permitido consignar que solo el interés que siempre manifiesta el público por conocer las últimas horas del desgraciado reo que se halla próximo a expiar su crimen, nos hace vencer nuestra natural repugnancia a trasladar al papel las impresiones que iremos recogiendo en la capilla».
Aquél mismo día, La Iberia ponía fin a la esperanza que había estado viva, y era un rumor continuo entre los vecinos de Madrid, de que se terminaría por ofrecer el perdón al condenado: «los ministros todos estuvieron de perfecto acuerdo al negar la gracia de indulto al desgraciado Otero. No ha dejado de extrañarnos este alarde de unanimidad en asunto tan semejante y, pues que esos colegas parece que hacen gala de hechos de esta naturaleza, podrían completar su obra publicando una estadística que no dejaría de ser curiosa y consiste en el número de condenados a muerte que ha habido en estos últimos cinco años y los que han sido indultados. ¿Quieren los diarios oficiosos tomarse esta molestia? Por de pronto, nosotros adelantaremos un detalle, y es que mientras el Sr. Calderón Collantes desempeñó la cartera de Gracia y Justicia, de 19 condenados a la última pena, solamente dos lograron ser indultados».
Así que al día siguiente, a las ocho en punto de la mañana, el condenado fue conducido por el paseo de Santa Engracia encerrado en un coche y acompañado de dos sacerdotes, el verdugo y unos guardias. Cuenta La Correspondencia Ilustrada que la muchedumbre que invadía la carrera y las inmediaciones del patíbulo era inmensa, «mucho más numerosa que otras veces en ocasiones semejantes, quizás porque hasta el último instante de la vida de Otero, el pueblo de Madrid aún tenía la esperanza de que fuera indultado», y así queda reflejado en el grabado que publicó en primera plana pocos días después.
Llegados al Campo de Guardias de Chamberí pasadas las 8:30, Otero fue bajado del coche y conducido a la escalerilla del patíbulo, donde intercambió unas palabras con el capellán y fue subido a la plataforma del tablado. Ya en el banquillo, y con el corbatín de garrote colocado en la garganta, se dirigió al verdugo y le dijo: «Tenga usted el pulso, para no hacerme sufrir».