¡Que lo cante el ciego! Cuando los ciegos convertían las canciones en grandes éxitos populares
/Bandas de ciegos, academias musicales para invidentes, autores enseñando en sus casas a ciegos, que usaban punzones para grabar en madera las notas. Así se creaban los grandes éxitos del cuplé y la canción popular en la España de hace un siglo
Un periodista, Salvador Valverde, fue tras ellos y nos descubrió el insólito mundo de las canciones populares y las academias musicales para ciegos que lograban, en las primeras décadas de siglo y, especialmente, en los años 20 y 30, que una canción fuese tarareada y radiada sin parar. Los autores y compositores no ciegos colaboraban con bandas de ciegos, haciéndoles llegar sus partituras y canciones para que estos las entonasen en las esquinas y plazas, intentando así que se convirtieran en éxitos comerciales, como sucedió con muchos cuplés de la época, popularizados primeros por los ciegos y sus bandas. O incluso dándoles clases particulares en su propia casa; al piano, el autor les enseñaba con detalle la canción para, seguidamente, marchar la cohorte musical de los ciegos en busca del éxito callejero. En las academias o en las casas de los compositores, los ciegos usaban punzones con los que grababan en madera las notas musicales que les iban dictando para luego poder interpretarlas en la calle. El estupendo reportaje apareció en la revista Crónica en marzo de 1931 con el título de «Los ciegos y la música popular. Como se hacen los grandes éxitos callejeros de nuestras zarzuelas y cuplés» y venía acompañado de fotografías de los músicos invidentes junto a los autores.
UN PALO DE CIEGO QUE ME HACE VER
Voy leyendo la reseña del último estreno: «se repitieron todos los números de la partitura y uno de ellos cinco veces, lo que permite esperar que pronto serán populares», cuando, ay, me han hecho cisco un pie. Me vuelvo a rifar una bofetada; pero me detengo. Uno, dos tres, cuatro riegos cogidos del brazo, con sus instrumentos formando parte de sus personas, cruzan la calle, abriéndose camino con sus pavorosos bastones, cuyas conteras de hierro blindadas van levantando chispas en la acera. Yo no sabía lo que era un palo de riego hasta hoy. ¡Por Santa Lucía, que me han hecho ver las estrellas! Pero me dan la idea de una información, y corro tras ellos, cojeando.
—¡Oigan, necesito hablar con ustedes, señores músicos!
—Tenemos mucha prisa.
—Les acompaño.
—No pue ser, caballero.
—¿Pero adónde diablos van ustedes ahora?
—Al ensayo.
—De qué
—De la zarzuela esa tan anunciada que se estrena el jueves en el teatro de X.
—¿Es que son ustedes de la orquesta?
—No, señor: ensayamos los numeritos que van a hacerse populares pa cantarlos de seguida en la calle.
—¿Podría yo asistir a esos ensayos?
—¡De ninguna manera!
—¿Por qué?
—Porque son mu reservados.
—¿Dónde?
—En casa del autor.
LOS AMOS DE LA MÚSICA POPULAR
Una romanza, un fox, un cuplé, saltan de la escena o del cabaret, al cine, al café, al bar: pero no se vuelven populares hasta que no salen a respirar el aire de la calle. Cuando los oímos cantar y tocar por esas pequeñas orquestas de músicos ciegos, entonces podemos decir que el número ha conseguido la consagración popular. ¿Cómo se logra esta? Después de oír a los del palo, suponemos tan interesante, y pintoresco el mecanismo por el cual unos versos engarbados en una melodía fácil, llegan a ser del dominio público —pasto del sabio como de la cocinera— que no podemos resistir la tentación de descubrirlo. ¿Quiénes poseen la clave de este secreto, que, aunque lo parezca, no es un secreto a voces? Los que me hicieron cisco el pie. Ellos van a revelarnos por las buenas el porqué de ciertos éxitos callejeros.
LA RADIO, LAS GRAMOLAS Y El FRÍO CONTRA LOS CIEGOS
«Los autores nos las enseñan ellos mismos en su casa para que las popularicemos más pronto. Y cuando se gasta una, ya tienen otra. A veces nos obsequian con licores. ¡No lo haremos tan mal!»
—¿Son ustedes muchos los que se dedican a tocar por las calles? —pregunto a uno de los más prestigiosos músicos ambulantes, en el Centro de Ciegos del Noviciado, fuente de nuestra información.
—Sí, somos muchos; pero antes éramos más. Y créalo, a pesar de de ser ahora menor la competencia entre nosotros, ganamos muchísimo menos que antes.
—¿Cómo se explica esto?
—Porque estamos atravesando una crisis agudísima.
—¿Ustedes también?
—Claro, el tiempo nos ha hecho mucho daño, porque la gente, con el frío, se mete en su casita o en el café y el bar, y como ahora están de moda las malditas gramolas, pues nosotros nos quedamos solos en la calle. ¡Además, esa radio!...
—¿También les perjudica?
—Es nuestro mayor enemigo, pudiendo ser nuestra aliada y protectora. Figúrese usted, señor, si no podían tener orquestas de ciegos allí donde no hace falta repentizar; donde podíamos llevar las obras perfectamente sabidas y radiarlas sin que el escucha se diese cuenta...
—¿No inauguró Radio Ibérica con un cuarteto de ciegos?
—Y los radioyentes estaban encantados de la ejecución que se daba: pero se corrió la voz de que eran ciegos y aquel cuarteto, formado por verdaderos profesores, se quedó en la calle.
UNA PROTESTA Y OTRO PALO QUE NO ME ALCANZA
«Dicen algunos que si estropeamos las músicas: ¡como si se pudiera ejecutar una obra con el mismo arte y gusto que en un confortable salón o teatro, sentado cómodamente, que en medio de la calle, de pie, mojados y con las manos heladas! ¡Así, ni Sarasate da una!»
—¿Hay entre ustedes muchos profesores?
—Bastantes. Desde luego yo le aseguro que la mayoría de los músicos ciegos de Madrid no tenemos nada que envidiar a los «profesores», pues los que no han hecho por completo la carrera, tienen por lo menos seis u ocho años de estudios.
—Es decir, que son ustedes profesionales...
—De la música sí, señor; aunque muchos solo nos crean profesionales de la mendicidad y nos juzguen unos parásitos.
—¡Protestamos enérgicamente contra esa idea errónea! —afirma otro ciego, dando un terrible bastonazo contra el suelo y haciéndome saltar en la silla y recoger los pies bajo ésta.
—¡No somos unos parásitos, que conste!
—Constará. ¡Pues no faltaba otra cosa!, digo yo mirando al temible garrote.
—Dicen algunos que si estropeamos las músicas: ¡como si se pudiera ejecutar una obra con el mismo arte y gusto que en un confortable salón o teatro, sentado cómodamente, que en medio de la calle, de pie, mojados y con las manos heladas! ¡Así, ni Sarasate da una!
LOS ÉXITOS DE LA CALLE. NÚMEROS QUE HAN BATIDO EL RÉCORD DE LA POPULARIDAD
—Le digo a uste, señor, que se lleva uno cada desengaño con el público...
—Y los autores, ¿cómo les tratan?
—Hay de todo. Los que no quieren que popularicemos sus músicas, porque dicen que se gastan. Además, se creen que han escrito «La Walkyria» y no nos consienten tocar una nota.
—Serán los menos.
—Desde luego. Hay otros, en cambio, que no pueden ser más buenos y generosos con nosotros.
—¿Les regalan las partituras?
—Y nos las enseñan ellos mismos en su casa para que las popularicemos más pronto. Y cuando se gasta una, ya tienen otra. A veces nos obsequian con licores. ¡No lo haremos tan mal! […]
EL TRIUNFO DEL AUTOR PROVINCIANO
—Oigan, ¿y esos números que no son de ninguna zarzuela, sainete, revista ni cuplé conocidos?
—Eso es alguna «combinación» (cuarteto, duo o biteto) que viene de provincias y los trae de allí.
—¡Es posible!
—Así pasó con el célebre «Waya Wais», del maestro Kepler Lais, que no se llama sino Muñoz Aceña y es de San Sebastián, al que luego popularizamos también el «Ku-Klux-Klan», «La cieguita» y otros, y con la famosa «Lacanastera», de un músico y poeta de Almería, don Gaspar Vivas, que vivía en su tierra ignorante del triunfo que nosotros le proporcionábamos en la corte de las Españas. ¡Para que luego los músicos noveles se quejen de los ciegos y digan que solo protegemos al maestro Guerrero!