«Somos la libertad. Vamos a romperlo todo»: así era la jungla de Madrid


La muerte de un rocker a las puertas del Rock-Ola supuso el cierre de la mítica sala. La violencia entre mods y rockers parecía imparable. La revista Destino dedicó un especial «tribus urbanas» en el que se nombraban garitos, locales y zonas controladas por los Camel Boys, Los Franceses o Los Breackers, nombres de las pandillas subculturales

 

En abril de 1985, la revista catalana DESTINO, entonces en color e inaugurando «nueva época», dedicó un número especial, con portada incluida, a las «tribus urbanas». «Rockers, mods, heavies y punks, bajo el volcán del asfalto», podía leerse junto a un desafiante «Somos la libertad. Vamos a romperlo todo» y la fotografía de una chica afterpunk y nueva olera. El reportaje, firmado por Manolo Sanabria, que contaba con estupendas imágenes obra de Paco Lainez —uno de los grandes fotógrafos subculturales junto a otros como la imprescindible Mariví Ibarrola— de los protagonistas callejeros de aquella época, fue publicado tras el hecho que marcó un antes y un después en la vida cultural y subterránea en Madrid: el asesinato de un rocker llamado Demetrio Lefler a las puertas del mítico Rock-Ola a manos de un grupo de mods la noche del 10 de marzo de 1985.

Portada del especial «tribus urbanas» de Destino (abril de 1985)

Portada del especial «tribus urbanas» de Destino (abril de 1985)

No era la primera batalla urbana. Más bien al contrario: los choques eran frecuentes y Madrid, sobre todo la zona de Malasaña, vivía aterrorizada por la violencia de Los Franceses, la banda más peligrosa durante los años de la llamada «Movida» y a la que, al parecer, Demetrio estaba vinculado. La navaja homicida, que fue arrojada por el autor del apuñalamiento, apareció más tarde en una alcantarilla en la calle Paraguay, en el barrio de Chamartín. Tras ello se produjo una diáspora. Los Franceses parece que se disolvieron, aunque el nombre de Simón, uno de ellos, siguió en boca de todos. Un mod fue condenado por los hechos y entró en prisión. Pánico Speed, una de las bandas mod más importante de aquellos años y que tocó la noche de la fatídica muerte, fue apoyada por fanzines como La Scena, que hacía su manager César Andión. Publicaron un único disco, dos años después de lo acaecido en Rock-Ola. Se llamó Maneras de ser y estaba dedicado al mod que por entonces cumplía condena.

La muerte sacude a la sociedad madrileña y la sala, tras amenazas de cierre, es clausurada un mes más tarde.

 

«TRIBUS 85»

 

Arde la calle al sol de poniente / Hay tribus ocultas cerca del río esperando que caiga la noche / Hace falta valor Hace falta valor... («Escuela de calor». Radio Futura). Crecieron entre el cemento de la gran urbe y son náufragos del asfalto. Sonoros nombres, etiquetas de heavies, punks, mods o rockers que los guarecen en la caliente seguridad de su tribu respectiva. En ocasiones, el hacha de guerra es desenterrada para teñir de sangre un mundo lleno de música.

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MORIR CON LA CHUPA PUESTA

«La muerte de Demetrio Lefler homologa, con veinte años de retraso, el asfalto de Madrid con las arenas de Brighton»

Sobre la joven tumba de Demetrio Lefler acaba de nacer la nueva leyenda de Madrid; un añejo guión ahora reestrenado en la sangre primeriza y final del muchacho, a cuyas espaldas encueradas de rocker, brotó la tinta urgente de una historia que parece imitar al cine. Sucedía en Quadrophenia, celuloide todavía tardío que evoca remotas reyertas entre rockers y mods de cuando corrían los sesenta y toda la década era una pía ya donde batir las resacas de una bronca que se haría ancestral. La muerte de Demetrio Lefler homologa, con veinte años de retraso, el asfalto de Madrid con las arenas de Brighton; una muerte varias veces repetida en la memoria generacional, siempre anunciada en la movióla sociológica, excusa recurrente para alimentar mito y logias. Igualmente trágica, inútil, sentenciosa.

«Dominios, zonas de tránsito, territorios en disputa, el otro mapa de una ciudad desconocida y cotidiana, donde imperan otras leyes, otros valores entre los jóvenes que pertenecen a cualquiera de esos movimientos»

Demetrio Lefler murió a los diecisiete años con todo el personaje puesto a manos de sus parientes irreconciliables y a las puertas de Rockola, la sala madre de la movida madrileña. El suceso se hizo demasiado fácil por ser tan lineal, suficientemente explícito; una de rockers y de mods, todo un apunte para la lógica de un argumento. La muerte de Demetrio Lefler es un crimen estético, donde la víctima y el victimario son igualmente esclavos del espejo, del sonido, de la edad; la traza, la música y esos años en los que todavía hay que creer en algo. Es también una muerte ética, Demetrio Lefler creía en Elvis y su adversario los Who, son diferencias de cuya gravedad solo entienden esos jóvenes. Todo parece más comprometido que el mero capricho de un tupé, de una parka, el lenguaje simbólico sintetiza verdaderos discursos ideológicos entre rockers y mods, por nombrar solo a las más antagónicas de las tribus estéticas que se reparten Madrid. Dominios, zonas de tránsito, territorios en disputa, el otro mapa de una ciudad desconocida y cotidiana, donde imperan otras leyes, otros valores entre los jóvenes que pertenecen a cualquiera de esos movimientos; vociferantes desde el silencio de sus vestimentas, fanáticos de sus esquinas, de sus bares, de sus músicas, como si filosofaran para siempre. Mods, rockers. punkies. tecno/modernos, heavies, tal vez el treinta por ciento de la juventud madrileña, que ha creado sus propios encuadramientos alrededor de sus convicciones ideológicas, preferentemente ausentes de la política y con referencias históricas que vienen más de Gran Bretaña que de sus apellidos.

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Ellos sí que están en Europa, distribuidos por Madrid. La diáspora de los mods. Se llama Jesús, pero en el código de la movida se le conoce como el Bar del gato, en recuerdo de aquellos días en que un gato negro, que ya no está, se paseaba entre los pies de los clientes. Tampoco están ahora los jóvenes parroquianos que allí se reunían con sus chicas y sus vespas, a compartir cervezas y algún cassette gastado de los Jam. Cartagena, entre avenida América y Clara del Rey, escenario preferido de los mods madrileños, abandonado ahora por sus fieles desde el percance que le costó la vida al rocker Demetrio Lefler. Cuentan que allí hicieron fama los Camel Boys, una banda que, junto a los Scooterm constituyó el orgullo de los mods en sus pendencias con los rockers desde el día aquel en que les hicieron frente.

Los mods beben cerveza negra en sus ghettos y temen la venganza desafiante del tupé y la chupa de cuero rocker en la defensa de avenida América, uno de los límites del santuario. Los Camel Boys ya no existen y en el Bar del gato solo hay desolación al caer la tarde. Los mods se han dispersado en una diáspora de cautela ante la sospecha de una revancha por parte de los rockers y no resulta sencillo conseguir dar con ellos. Antes se les podía reconocer en Vinilo, un pub del complejo Aurrerá, en Argüelles, pero de eso hace tanto que los rockers acabaron haciéndose con el lugar. Tampoco es fácil localizarlos en la discoteca Quadrophenia, donde suenan sus venerables Small Faces, porque el ambiente se ha vuelto enrarecido y huelgan las parkas verdeoliva. En la cervecería Otto’s, oculta en un recodo de la ciudad, varias e impecables vespas aparcadas sugieren la presencia de un contingente mod en el local. Hasta allí solo se llega siguiendo un rastro varias veces equívoco y después de sortear las reticencias de un celoso informador. Junto a sus cascos, sellados con pegatinas alusivas a los grupos que representan el sonido de su especie, un grupo de mods bebe cerveza negra y conversa sin entusiasmo en un rincón de la barra. César, Esteban y Jesús, reconocidos miembros del género, finalmente aceptaron compartir una mesa con DESTINO y revelar algunas razones, otros datos, ciertos antecedentes que rodean al movimiento mod en Madrid.

Para ellos, que se adjudican la representación del modelo urbano, los rockers no son más que una retrógrada alegoría rural, un despropósito estético en el paisaje de la ciudad. Se autodefinen no violentos, pero con límites, portadores de la elegancia como mensaje y nostálgicos del orden británico donde florecen sus clubs privados, los ghettos de su rollo. Aseguran sufrir el asedio de los rockers desde hace algo más de un año, a quienes achacan un talante violento como parte de la imagen que tratan de imponer; desafíos pandilleros que jalonaron los últimos domingos de Rock-Ola, como otras varias aproximaciones al cadáver de Demetrio Lefler. Una costumbre que pareció arreciar desde el último aniversario de la muerte de Elvis Presley, cuando algunos rockers rindieron luto y tributo a su ídolo durante un raid de pavor en el entresijo del territorio mod. De aquellas refriegas, a Esteban le ha quedado la huella de una pedrada en la cabeza y a Jesús el estigma de un botellazo en la boca. Los mods, cuya escasa diversidad social se desprende de sectores más o menos acomodados, que pilotan vespas porque permiten mantener la elegancia, que acuden en masa a los conciertos de los grupos madrileños Brighton 64 y Pánico Speed, que compran sus ropas en Carnaby Street, son también adeptos de publicaciones alternativas, los Modzines, que ellos mismos editan en ejemplares prolijamente fotocopiados. Impulsive Youths y La Scena son dos de ellos y se venden a cinco duros en el mercado madrileño de los mods: a veces contienen editoriales premonitorios como ese que sentenciaba en el número de febrero de La Scena: «En general no hay nada en contra de los auténticos rockeros, pero éstos no son más que macarras disfrazados de cuero y con tupé; con éstos, que todos sabemos quiénes son, es con los que hay que acabar...». Luego hubo, ya hay, un muerto.

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La virilidad es para los rockers la más preciada de sus cualidades, agresiva como la puntera de acero de sus botas. Los orgullosos rockers tampoco están en su sitio, el bar Salero, de la travesía Loreto y Chicote, donde acudían puntualmente todas las noches a sumar cervezas, chicas y los últimos plásticos de Stray Cats, Match Box o Crazy Cavan. El Salero cerró algunos días antes de la muerte de Demetrio Lefler, el Déme en la contraseña de los rockers, como un duelo anticipado de copas y bullicio. Allí, en un quiebro de ese flanco de Madrid dominado por la calle de la Ballesta y sus ofertas de barrio chino, se daban cita los más connotados rockers de cueros trajinados en formas diversas y los advenedizos de patilla todavía reciente, fauna común de un estilo que ya va siendo clásico. Con el cierre del Salero también los rockers han perdido su guión y ahora deambulan por la ciudad que se les muestra esquiva. Lograr un contacto con alguien que resulte representativo de esa corriente puede ocasionar un trabajo tan obsesivo como inútil. Hasta la muerte de el Deme era probable cruzarse con alguno de sus clanes a la entrada de la discoteca Baile el Baile, de la calle Reina, pero ahora allí rigen criterios selectivos que los han dejado al margen. A Demetrio Lefler, probablemente por error, se le vinculó con Los Franceses en la prisa de los periódicos y en el rumor temprano del ambiente, adjudicándole así una militancia pandillera de fuerte arraigo entre los rockers madrileños.

Junto a Los Franceses ha brillado el nombre de Los Breackers, otra de las bandas que, ahora en autodisolución, supo pisar fuerte en el terreno beligerante de la estirpe. Dar con uno de ellos, tras el reacomodamiento de las zonas de influencia que siguió a la muerte de el Deme, es una posibilidad incierta que sólo se consigue pateando la ciudad. La discoteca Valverde 10 es un antro duro, con una fachada de color granate rancio como un coágulo de cemento apenas iluminado, donde se abre una puerta vaivén de cristal y latón. Desde la calle se oye la voz plastificada de Gene Vincent, que arrastra una balada rock de aquellas que lo inmortalizaron hace ahora veinte años. Sobre la barra, iluminada a trozos, varios rockers hacen un descanso de cerveza y se enrollan con sus chicas en un canuto fugaz. Cuando suena Buddy Holly, todos saltan a la pista y uno se queda sostenido a su cerveza. No querrá dar su nombre, pero se siente y es respetado como un auténtico rocker entre los suyos, casi un portavoz, alguien que tuvo que ver con los breackers y eso pesa. Ya no es un chaval y no ha sido otra cosa que rocker desde que se acuerda, para él se trata de una cuestión social, de un sentimiento de clase; rockers oprimidos, mods opresores, y los demás que hagan su juego. Currantes versus señoritos, caballeros unos y pringaos los otros y ni comparar una potente Yamaha con una lánguida Vespa. La virilidad es para los rockers su más preciada virtud, sus botas Santiago suelen llevar punteras de acero y las patillas hay que llevarlas porque es atributo de hombre. La elegancia de un rocker puede medirse por la marca de su chupa de cuero; si es Perfecto, o en su defecto Robin, alcanzará las máximas cotas de la envidia. Y cuando no hay brillantina para castigarse el tupé, puede valer una solución casera de aceite y agua.

«Desde que El Corte Inglés se puso a vender ropa punk, los descendientes madrileños de Sex Pistols se han diluido en lo que parece una crisis de identidad»

De todo eso sabía Demetrio Lefler, el Deme, como le recuerdan en Valverde 10 cuando se acaba la cerveza y uno de los muchachos que vuelve de la pista grita una definición: «Somos la libertad, vamos a romperlo todo». Vienen de Tetuán, Cuatro Caminos, Lavapiés, barrios comunes al dato fácil de la sociología, pero se juntan por muchas más razones que el origen social; para ellos, los mods siempre serán «unos anfetamínicos perdidos». Desde que El Corte Inglés se puso a vender ropa punk, los descendientes madrileños de Sex Pistols se han diluido en lo que parece una crisis de identidad. Unos se han pasado al futuro y se llaman After Punk, otros han virado hacia posiciones ultras y se reconocen como los Skins Head, los demás van de Punk Destroyer, que ahora parece más convencional, y hasta pulula alguna minoría Punk Billy. Tienen sus sitios, Nueva Visión y Mercurio, en Malasaña, y sus publicaciones, los fanzines RIP (Revista de Intervención Punk) y Penetración. Desde su antigua aparición entre los jóvenes de sectores sociales acomodados, el movimiento se dispersó hacia los barrios y hoy su tejido es tan diverso como los modelos de sus peinados. Sus únicas broncas fueron con rockers y heavies, pero prefieren olvidarlas.

Los modernos representan el nuevo dandismo de Madrid, nada de peleas y mucha diversión. Asiduos a la discoteca Ras y frecuentes visitantes de la zona de Chueca, suelen venerar a David Bowie y conectan con el sonido sofisticado de Duran Duran, Simple Minds o Bauhaus. Hijos en general de la difusa burguesía profesional, no constituyen bandas y van por libre. Sus señas de identidad suelen responder a los elegantes diseños textiles de la calle Almirante y cuando pueden se compran la revista La Luna. Hablar de ellos es hablar del paro, por eso abundan en el extrarradio madrileño, barrios de Vallecas, San Blas, Orcasitas, donde los Heavies son la raza y la música AC / DC, Judas Priest o Motörhead. Son tantos que cada vez que toca Barón Rojo tienen que alquilar un campo de fútbol. Entre ellos hay fontaneros y camellos, recursos a destajo para juntar fracción y llevar el sábado a la chica a la sala Argentina, donde se junta la basca del ruido común. Llevan el pelo largo, muñequeras y cara de pocos amigos, con ellos nadie se mete. Y hay más, tribus y subtribus que dirimen pasiones que llegan en inglés, diferencias nacidas en Picadilly Square, ondas que reverberan desde lejos y en el tiempo, con su rebote expansivo en Madrid. Esto es Europa, aunque Demetrio Lefler ya no lo sepa»