Una revuelta sin hombres, una revuelta de mujeres
/La Primera Gran Guerra Mundial había sumido Europa en un escenario desolador: crisis económica, levantamientos y dura represión policial y militar. En España, la situación social y económica era terrible. En Barcelona, concretamente, pistoleros de la patronal liquidaban a los anarquistas, que a su vez se organizaban y, cada cierto tiempo, detonaban petardos o se ajusticiaba a algún matón. Fue ahí, en aquella Barcelona, la Rosa de Foc, en su barrio Chino, donde se produjo un hecho insólito: un levantamiento protagonizado exclusivamente por mujeres y que fue liderado de forma espontánea por simples vecinas hartas de los abusos.
El detonante fue el precio del carbón y la especulación y monopolio por parte de algunos comerciantes de la ciudad con los alimentos básicos. Muchos tenderos no respetaban los precios tasados y los subían indiscriminadamente para obtener más beneficios. Al cabo de un tiempo, los precios de los productos básicos habían subido tanto que comenzaban a ser inalcanzables para la mayor parte de la población. Llegó el invierno y, con este, el frío. Y también el hambre. El carbón se convirtió en un producto de lujo y las mujeres no esperaron a que los sindicatos tomasen medidas. El 10 de enero de aquel año, a primera hora, una vecina del barrio llamada Amalia Alegre, por su propia cuenta difundió unos panfletos en los que, sin que la acompañase sigla alguna, convocaba una protesta ante el Gobierno Civil. El éxito fue apabullante. Medio millar de mujeres colapsaron las estrechas calles del barrio Chino y, furiosas, exigieron al Gobernador que tomase medidas y garantizase que el carbón fuese accesible para las familias.
Fueron solo palabras. Por la tarde, repitiendo el gesto, otra numerosa manifestación de mujeres, que avanzaron en compañía de sus hijos, regresó y visitó al Gobernador, que por entonces ya sabía lo que estaba pasando en el barrio: algunos tenderos habían sido amenazados y otros apaleados por grupos de incontroladas.
Las mujeres se sienten fuertes y el barrio amanece con otra convocatoria, esta vez en el Paralelo. Los sindicatos (masculinos, por supuesto) acuden a respaldar a las «compañeras», pero asombrados ven como estas rechazan su ayuda. «Esta es una protesta de mujeres», les dicen. Se retiran. La protesta, mientras tanto, se radicaliza. La concurrida zona del Paralelo, donde abundan los cabarets y cafés, genera un contraste tremendo con la carestía de ese barrio miserable y sucio, con callejuelas en las que habita el hambre y la pobreza, lupanares y matonismo. Los clientes, que en esos momentos llenan las terrazas, huyen despavoridos cuando caen las primeras piedras contra las cristaleras de los locales. Pero no todo es rechazo. Muchos artistas locales (cantadores, bailadores, cabareteros), secundan el boicot y se niegan a actuar. La muchedumbre parece ser imparable y, allá por donde va, sin que aún intervenga la policía, destroza puertas y ventanas de los locales de ocio, entra en su interior y rompe platos y vasos. Incluso, el periódico El Diluvio, aseguró que se usaron hachas y grandes martillos.
Al día siguiente, a media tarde, se concentra un grupo numeroso de mujeres en el Paralelo gritando contra los acaparadores y la falta de subsistencias. Rechazan a los hombres que quieren unirse a la concentración —ese será un dato característico durante toda la revuelta. Las mujeres no aceptan el apoyo de los varones en su protesta— y deciden cerrar todos los locales de espectáculo del Paralelo. Entran en un local, rompen los cristales, desalojan a los espectadores y piden a las artistas que se unan a la protesta, lo que consiguen en la mayor parte de los casos. Las mujeres imitan las jornadas de huelga y llaman esquiroles a las mujeres que en esos locales las califican de salvajes. Alguna, especialmente hostil a las manifestantes, es agredida. Los comerciantes, asustados ante el cariz de la manifestación, cierran las persianas al paso de la comitiva.
Será una noche muy larga. Las revoltosas están pletóricas, pero no es suficiente y, al día siguiente, comprueban que el Gobierno Civil no ha hecho nada por detener la subida de precios. Una manifestación, esta vez de trabajadoras de la zona, se les une con lemas como «¡Abajo las subsistencias! ¡Fuera los acaparadores!», «¡Mujeres a la calle, a defenderse del hambre y a poner remedio al mal!» o «¡Por humanidad, a la calle todas!». La tarde se sucede igual que la anterior. Hay incidentes, carreras y escaparates rotos. Aparece la Guardia Civil, que aún no ha decidido intervenir, quizás temiendo que su violencia genere algo aún más grande y se limita a vigilar y formar grandes cinturones al frente de los mercados. En la plaza Real, una manifestación de varios miles de mujeres termina en mitin. De pronto, en otras ciudades, como Málaga o Valencia, las mujeres imitan a las de Barcelona y convocan protestas: «La rebelión femenina se extiende a Málaga, produciendo sangrientas consecuencias —se dice en España Siglo XX, de José María Pemán y Ricardo Fernández de la Torre—. Valencia sufre también la ira de las mujeres, que parecen enloquecidas, como accionadas por una extraña y poderosa fuerza».
Uno de los momentos de mayor tensión llega al día siguiente. El Gobernador Civil se niega a recibirlas nuevamente e intentando que no lleguen, pero una muchedumbre rompe el cordón policial que custodia el edificio y lo invade, golpeando la puerta del Gobernador y llenando las escaleras, antiguas y lujosas, hasta que las barandillas ceden y estas se vienen abajo parcialmente, resultando algunas mujeres heridas.
Salen las tropas, mientras patrullas de mujeres cierran tahonas y acuden a los centros de trabajo de mujeres pidiendo que se les unan. Se suceden los primeros robos y los tenderos llegan a disparar para defender sus negocios.
Una vez más, niegan el apoyo de los hombres, que no pueden ni tan siquiera entrar en los mítines que tienen lugar en varios locales del barrio. La situación es tan alarmante que el Gobernador se ve obligado, a duras penas, a aceptar una limitación en los precios de los alimentos. Sin embargo, aunque esta medida hace que se desconvoque la huelga y las protestas, las mujeres comprobarán que muchos comerciantes no acatan la medida, lo que provoca más incidentes. Y más robos, en este caso multitudinarios. Un mitin de varios miles de mujeres en la Font del Gat es disuelto por la Guardia Civil, que se emplea con extrema dureza. El Gobernador es sustituido.
Ante el descontrol y la pérdida de poder de las autoridades, se declara el estado de guerra y los soldados toman las calles y custodian los principales mercados. Los militares van pertrechados con armamento. Hay ametralladoras en cada esquina y la protesta finaliza con éxito: se acatan las limitaciones de precios y, desde entonces, Barcelona comprueba la fuerza de la unidad de las mujeres proletarias.
Siendo un niño, el histórico dirigente anarquista José Peirats presenció de pequeño los hechos, que contó luego en su serie de artículos en Frente Libertario: «Hubo también en la segunda década una conductora de multitudes femeninas que dio muchos quebraderos de cabeza al gobernador de turno. Creo que su nombre era Amalia Alegre. Sus hazañas llegaron a cantarse en romances de ciegos por las esquinas de la vieja Barcelona. Yo había presenciado de mozalbete escenas de invasión por olas formadas de mujeres de las fábricas del Clot y Pueblo Nuevo, de Sans, La España Industrial, Canem, Las Sangoneras, Can Trinxet. Me las imagino con la cabellera suelta, un simple delantal sobre su humilde vestido de percal lavado, alguna colgándole de la cintura un pequeño cuchillo en forma de hoz. Su progresión sobre el centro de la barriada se anunciaba de boca en boca.
-¡Ya están las del Clot en la Plaza de España!
-¡Las de Can Trinxet y Sangoneras adelantaban por la Bordeta!
Era las Sangoneras de armas tomar. Desnudaban a las mujeres reacias y hasta a los hombres “hacían la vaca” (que consiste en echarlos al suelo, abrirles la bragueta y echar en ella un jarro de agua). La Guardia de Seguridad del casco amenazaba apuntando con su tercerola. Operación a la que replicaban levantándose las faldas y enseñándoles las posaderas. Los almacenes de comestibles eran tomados por asalto e invitaban a la clase obrera a saquear a los acaparadores. Era la gran batalla contra la carestía de las subsistencias. Compañeros con manos sospechosamente metidas en los bolsillos hacían de guardia protectora a distancia»