Una veloz máquina del «ensueño»: así veían las anarcofeministas el metro madrileño poco antes de la Guerra Civil
/Una anarquista estadounidense visitó el metro de Madrid y publicó un curioso artículo alabatorio en Mujeres Libres, la revista de las anarcofeministas. Aunque han pasado ochenta años de su publicación, parece haber sido escrito ayer mismo: gestos malhumorados, olores y prisas
Estábamos a las puertas de la Guerra Civil y, al mismo tiempo, del comienzo de una gesta como fue la Revolución Española en la que las mujeres anarquistas, organizadas alrededor de organizaciones propias, reclamaron su propio protagonismo. Durante los años de la República, las pretensiones de igualdad se iban con frecuencia encontrando con el rechazo y la hostilidad masculina, incluso por parte de los anarquistas, que reproducían los antiguos roles machistas. La organización anarcofeminista Mujeres Libres, con sede en Madrid, surgió en abril de 1936, desapareciendo en febrero de 1939, con el derrumbe de la resistencia antifascista. Aunque estaba vinculada a las tres grandes organizaciones libertarias de la época (CNT, Juventudes Libertarias y FAI), funcionó de forma autónoma.
Para difundir sus ideas de emancipación crearon una revista dirigida por mujeres. El primer número de la revista, que sería mensual, fue publicada en mayo de 1936 y su equipo de redacción estaba formado por Mercedes Comaposada, Amparo Poch y Gascón y Lucía Sánchez Saornil. La sede (al menos su dirección postal) estaba en el número 26 del Paseo de Sta. María de la Cabeza de la capital. La revista llegaría a alcanzar las 14 publicaciones, el último de todos publicado cuando el frente de la guerra civil alcanzó Barcelona, no quedando de éste número ningún ejemplar. En sus números colaboraban numerosas escritoras, activistas y revolucionarias, como Emma Goldman, que conoció personalmente a sus integrantes. Entre las colaboradoras, en el segundo número, fechado en junio de 1936, se contaba Nelly White, que remitió para su publicación un curioso e interesante artículo acerca de sus impresiones en el metro madrileño y que tituló «Alabanzas al metro madrileño». Aunque han pasado ochenta años, podría haber sido descrito ayer salvo las referencias al revisor y el encargado de asegurarse que todos los viajeros estaban en el interior de los vagones. Las mismas caras aletargadas o malhumoradas, el mismo poco espacio, la misma aparente hostilidad y la capacidad de, como señala White, romper esa oscura fuerza motriz mediante la ensoñación. Al fin y al cabo, en 1936 el veloz metro era un símbolo del progreso, el maquinismo y la velocidad, casi ciencia ficción verniana.
El metro madrileño, tras su inauguración en 1919 por Alfonso XIII, su primer trazado fue ampliándose. Inicialmente solamente funcionaba la primera línea entre la Puerta del Sol y Cuatro Caminos (tenía 3,48 km y 8 estaciones), pero poco a poco fue sumando más y más vías. En 1926 contaba ya con casi quince kilómetros de circulación. Sin embargo, White no podría sospechar el triste uso por el que será conocido ese mismo metro a partir de mes siguiente a la publicación de su artículo: como refugio antiaéreo y, en el caso de la línea Raval-Ópera, como vagón mortuorio (con ventanales pintados de negro para evitar mostrar su carga y desmoralizar al pueblo madrileño, que resistía los embates fascistas de forma numantina) por su cercanía con el frente de guerra, a escasa distancia de Príncipe Pío.
Imágenes de los andenes del metro convertidos en refugio durante la Guerra Civil
ALABANZAS AL «METRO» MADRILEÑO
Hay un agujero en cada esquina; en cada agujero un olor distinto... Sin embargo del olor, y sin embargo da las puras esencias aéreas de los viajes en aeroplano, el “Metro” madrileño incita a la fantasía y a un vuelo de pensamiento sobre las bóvedas firmes —digo, me parece— de sus estaciones. Cuando el tren llega a cualquiera de ellas y se para, de cada vagón sale una cabeza oscilante con una gorra azul marino; al poco rato las cabezas hacen sonar un pilo y manos fantásticas golpean un cristal con una porra gorda. Otra vez emprende el tren su carrera.
El señor que dobló la cincuentena y arrastra la curva en declive de su existencia y ¡tal vez! de su haber pasivo, reniega de estas cajas con ruedas que corren ajustaditas entre paredes, y le parece más higiénico el tranvía de mulas que dicen que había, por Madrid, hace unos cuantos años. El empleado, el obrero, todos los que trabajan deprisa, entran en el “Metro” con ansiedad y olfateando. Ponen cara de pena y quizás quisieran poder decir que el “Metro” huele a carbonilla. ¡Pero, no! Nadie sabe a qué huele.
«Cuando yo estuve en Madrid y viajó en su “Metro” me dolía contemplar las caras meditabundas y serias de los viajeros, y sonreía para animarles»
Apenas contiene cada vagón en marcha una sonrisa. Cuando yo estuve en Madrid y viajó en su “Metro” me dolía contemplar las caras meditabundas y serias de los viajeros, y sonreía para animarles. Sin duda, unas veces por ser la hora de la comida, otras por ser la hora de las querellas domésticas que condimentan el tipismo español, se olvidaban -y se olvidan- de las posibilidades del “Metro”. Tiene un secreto: más allá de la estación de término de cada línea, el tren desemboca en un bello país. Cuando se mete en el último túnel, el señor viejo, el empleado y el obrero creen que es para cambiar de vía; pero es para darse un paseo “más allá”, por regiones dulces y sonrientes que los viajeros ignoran. Cuando se decidan a invadirlas, se negarán a levantarse del “Metro” y al regreso tendrán una cara feliz. Y por ese agujero de cada esquina surgirán a la calle tonta y plana hombres de vuelta del Ensueño...
New York, 19 de mayo de 1936.
Nelly WHITE